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UN PARQUE PARA NOSOTROS
La casa de la calle Capurro tenía un olor
extraño. Según mi padre, olía a jazmines; según mi madre, a ratones. Es
probable que ese conflicto haya desorganizado mi capacidad olfativa por
varios lustros, durante los cuales no podía distinguir entre el perfume
a violetas y el olor a azafrán, o entre la emanación de la cebolla y el
vaho de las inhalaciones.
En conexión con esa casa tengo además dos
recuerdos fundamentales: uno, el Parque Capurro, y otro, la cancha de
fútbol del Club Lito, que quedaba a tres cuadras. En aquella época, el
Parque Capurro era como una escenografía montada para una película de
bandidos, con rocas artificiales, semicavernas, caminitos tortuosos y
con yuyos, una maravilla en fin. No me dejaban ir solo, pero sí con mis
primos o con el hijo de un vecino, que era de mi edad. El parque estaba
casi siempre desierto, de modo que se convertía en nuestro campo de
operaciones. A veces, cuando recorríamos aquellos laberintos, nos
encontrábamos con algún bichicome borracho, o simplemente dormido, pero
eran inofensivos y estaban acostumbrados a nuestras correrías. Ellos y
nosotros coexistíamos en ese paisaje casi lunar, y su presencia agregaba
un cierto sabor de riesgo (aunque sabíamos que no arriesgábamos nada) a
nuestros juegos, que por lo general consistían en encarnizadas luchas
cuerpo a cuerpo, entre dos bandos, o más bien bandas: una integrada por
mi primo Daniel y el vecino, y otra, por mi primo Fernando y yo. A veces
también participaban otros botijas del barrio, pero de todos modos
nosotros llevábamos la voz cantante.(…) En mi condición de
convaleciente, tenía prohibidos semejantes excesos, gracias a los cuales
sudaba demasiado, de modo que antes de regresar a casa había que tomar
ciertas medidas precautorias. Como antes de la contienda dejábamos
nuestras camisas sobre las rocas, cuando la lucha llegaba a su fin, nos
lavábamos en una fuente con agua sospechosamente verdosa, nos secábamos
al sol, y luego nos volvíamos a poner las camisas, que no mostraban
ninguna señal de las refriegas. Cuando volvíamos a casa, muy peinados y
rozagantes, mi madre me preguntaba: “No habrás corrido, ¿verdad?”. Para
corroborar mi respuesta negativa, alguno de mis primos ratificaba: “No
tía, mientras nosotros jugábamos, Claudio estuvo sentado en un banco,
tomando el solcito”.
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