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miércoles, 10 de junio de 2015

lectura 5to- 6TOt/d


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UN PARQUE PARA NOSOTROS

La casa de la calle Capurro tenía un olor extraño. Según mi padre, olía a jazmines; según mi madre, a ratones. Es probable que ese conflicto haya desorganizado mi capacidad olfativa por varios lustros, durante los cuales no podía distinguir entre el perfume a violetas y el olor a azafrán, o entre la emanación de la cebolla y el vaho de las inhalaciones.
En conexión con esa casa tengo además dos recuerdos fundamentales: uno, el Parque Capurro, y otro, la cancha de fútbol del Club Lito, que quedaba a tres cuadras. En aquella época, el Parque Capurro era como una escenografía montada para una película de bandidos, con rocas artificiales, semicavernas, caminitos tortuosos y con yuyos, una maravilla en fin. No me dejaban ir solo, pero sí con mis primos o con el hijo de un vecino, que era de mi edad. El parque estaba casi siempre desierto, de modo que se convertía en nuestro campo de operaciones. A veces, cuando recorríamos aquellos laberintos, nos encontrábamos con algún bichicome  borracho, o simplemente dormido, pero eran inofensivos y estaban acostumbrados a nuestras correrías. Ellos y nosotros coexistíamos en ese paisaje casi lunar, y su presencia agregaba un cierto sabor de riesgo (aunque sabíamos que no arriesgábamos nada) a nuestros juegos, que por lo general consistían en encarnizadas luchas cuerpo a cuerpo, entre dos bandos, o más bien bandas: una integrada por mi primo Daniel y el vecino, y otra, por mi primo Fernando y yo. A veces también participaban otros botijas del barrio, pero de todos modos nosotros llevábamos la voz cantante.(…) En mi condición de convaleciente, tenía prohibidos semejantes excesos, gracias a los cuales sudaba demasiado, de modo que antes de regresar a casa había que tomar ciertas medidas precautorias. Como antes de la contienda dejábamos nuestras camisas sobre las rocas, cuando la lucha llegaba a su fin, nos lavábamos en una fuente con agua sospechosamente verdosa, nos secábamos al sol, y luego nos volvíamos a poner las camisas, que no mostraban ninguna señal de las refriegas. Cuando volvíamos a casa, muy peinados y rozagantes, mi madre me preguntaba: “No habrás corrido, ¿verdad?”. Para corroborar mi respuesta negativa, alguno de mis primos ratificaba: “No tía, mientras nosotros jugábamos, Claudio estuvo sentado en un banco,  tomando el solcito”.

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