por John P. Robertson
Tal era Artigas en la época que lo visité: y en cuanto a la manera de vivir del poderoso Protector y modo de expedir sus órdenes, en seguida veréis. Provisto de cartas del capitán Percy, que requería en términos comedidos la devolución de los bienes retenidos por los satélites del caudillo de la Bajada, o su equivalente en dinero, me hice a la vela atravesando el Río de la Plata y remontando el bello Uruguay, hasta llegar al Cuartel general del Protector en el mencionado pueblo de la Purificación.
Y allí (les ruego no hacerse escépticos en mis manos), ¿qué creen que vi? ¡Pues, al Excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo sentado en un cráneo de novillo, junto al fogón encendido en el piso del rancho, comiendo carne de un asador y bebiendo ginebra en guampa! Lo rodeaban una docena de oficiales mal vestidos, en posturas semejantes, y ocupados lo mismo que su jefe. Todos estaban fumando y charlando. El Protector dictaba a dos secretarios que ocupaban junto a una mesa de pino las dos únicas desvencijadas sillas con asiento de paja que había en la choza. Era una reproducción acabada de la cárcel de la Bajada, exceptuando que los actores no estaban encadenados, ni exactamente sin chaquetas.
Para completar la singular incongruencia del espectáculo, el piso de la única habitación de la choza (que era bastante grande) en que el general, su estado mayor y secretarios se congregaban, estaba sembrado con pomposos sobes de todas las provincias (algunas distantes 1.500 millas de aquel centro de operaciones), dirigidos a “S. E. el Protector”. A la puerta estaban los caballos humeantes de los correos que llegaban cada media hora y los frescos de los que partían con igual frecuencia. Soldados, ayudantes, escuchas, llegaban a galope de todas partes. Todos se dirigían a “Su Excelencia el Protector”, y su Excelencia el Protector, sentado en su cráneo de toro, fumando, comiendo, bebiendo, dictando, hablando, despachaba sucesivamente los varios asuntos de que se le noticiaba, con tranquila o deliberada, pero imperturbable indiferencia que me reveló muy prácticamente la exactitud del axioma, “espera un poco que estoy de prisa”. Creo que si los asuntos del mundo hubieran estado a su cargo, no hubiera procedido de otro modo. Parecía un hombre incapaz de atropellamiento y era, bajo este único aspecto (permítaseme la alusión), semejante al jefe más grande de la época.
Además de la carta del capitán Percy, tenía otra de recomendación de un amigo particular de Artigas; y entregué primero ésta considerándola mejor modo de iniciar la parte de mi asunto que, por envolver una reclamación, naturalmente creía fuera menos agradable. Cuando leyó mi carta de presentación su Excelencia se levantó del asiento y me recibió no solamente con cordialidad, sino, lo que me sorprendió más, con maneras relativamente caballerosas y realmente de buena crianza. Habló alegremente acerca de la Casa de Gobierno; y me rogó, como que mis muslos y piernas no estarían tan habituadas como los suyos a la postura de cuclillas, me sentase en la orilla de un catre de guasquilla que se veía en un rincón del cuarto y pidió fuera arrastrado cerca del fogón. Sin más preludio o disculpa, puso en mi mano su cuchillo, y un asador con un trozo de carne muy bien asada. Me rogó que comiese y luego me hizo beber, e inmediatamente me ofreció un cigarro. Participé de la conversación; sin apercibirme me convertí en gaucho; y antes que yo hubiese estado cinco minutos en el cuarto, el general Artigas estaba de nuevo dictando a sus secretarios y despachando un mundo de asuntos, al mismo tiempo que se condolía conmigo por mi tratamiento en la Bajada, condenando a sus autores, y diciéndome que en el acto de recibir la justa reclamación del capitán Percy, había dado órdenes para que se me pusiese en libertad.
Hubo
mucha conversación y escritura, y comida y bebida;
pues así como no había cuartos separados para
desempeñar estas variadas operaciones, tampoco
parecía se les señalase tiempo especial. Los
negocios del Protector duraban de la mañana a la
noche y lo mismo eran sus comidas; porque cuando un
correo llegaba se despachaba otro; y cuando un
oficial se levantaba del fogón en que se asaba la
carne, otro lo reemplazaba.
Por
la tarde su Excelencia me dijo que iba a recorrer a
caballo el campamento e inspeccionar sus hombres, y
me invitó a hacerle compañía. En un momento él y
su estado mayor estuvieron montados. Todos los
caballos que utilizaban estaban enfrenados, y
ensillados día y noche alrededor de la choza del
Protector, lo mismo eran los caballos de las tropas
respectivas en el sitio de su vivac; y con aviso de
cinco minutos, toda la fuerza podía ponerse en
movimiento avanzando sobre el enemigo o retirándose
con velocidad de doce millas por hora. Una marcha
forzada de veinticinco leguas (setenta y cinco
millas) en una noche, nada era para Artigas; y de
ahí muchas de las sorpresas, los casi increíbles
hechos que realizaba y las victorias que ganaba.
Heme
ahora cabalgando a su derecha por el campamento.
Como extraño y extranjero me dio precedencia sobre
todos los oficiales que componían su séquito en
número más o menos de veinte. No se suponga, sin
embargo, cuando digo “su séquito” que había
ninguna afectación de superioridad por su parte o
señales de subordinación diferencial en quienes le
seguían. Reían, estallaban en recíprocas bromas,
gritaban, y se mezclaban con un sentimiento de
perfecta familiaridad. Todos se llamaban por su
nombre de pila sin el Capitán o Don, excepto que
todos, al dirigirse a Artigas, lo hacían con la
evidentemente cariñosa y a la vez familiar
expresión de “mi general”.
Tenía
alrededor de 1.500 seguidores andrajosos en su
campamento que actuaban en la doble capacidad de
infantes y jinetes. Eran indios principalmente
sacados de los decaídos establecimientos
jesuíticos, admirables jinetes y endurecidos en
toda clase de privaciones y fatigas. Las lomas y
fértiles llanuras de la Banda Oriental y Entre
Ríos suministraban abundante pasto para sus
caballos, y numerosos ganados para alimentarse. Poco
más necesitaban. Chaquetilla y un poncho ceñido en
la cintura a modo de “kilt” escocés, mientras
otro colgaba de sus hombros, completaban con el
gorro de fajina y un par de botas de potro, grandes
espuelas, sable, trabuco y cuchillo, el atavío
artigueño. Su campamento lo formaban filas de
toldos de cuero y ranchos de barro; y éstos, con
una media docena de casuchas de mejor aspecto,
constituían lo que se llamaba Villa de la
Purificación.
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