La luz es como el agua
        [Cuento: Texto completo.]
        
        Gabriel García Márquez
    
    
      
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos 
a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más 
decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas 
navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de 
Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio 
para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso 
quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella 
pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante 
y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían 
ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más 
reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo 
dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el 
almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la 
escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños 
invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron 
llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos 
era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los 
padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron 
puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. 
Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla 
rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces 
cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas 
de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza 
mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios 
domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un 
botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el 
grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la 
noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres 
regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. 
Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. 
Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote 
de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran 
tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer 
semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir 
con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la 
silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero 
Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron 
en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa 
misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio 
los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, 
mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento 
hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los 
muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años 
se habían perdido en la oscuridad. 
En la premiación final los hermanos fueron aclamados 
como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no 
tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos 
fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los 
compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante. 
-Es una prueba de madurez -dijo. 
-Dios te oiga -dijo la madre. 
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La 
Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz 
que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los 
balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran 
avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta 
del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá 
y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos 
niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que 
aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en 
la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la 
cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para 
bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de 
mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga 
iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los 
preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y 
el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el 
último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó 
estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara 
puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los 
tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella 
polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete 
compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de 
geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de 
burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella 
de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había 
rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el 
Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la 
Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y 
vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron 
maestros en la ciencia de navegar en la luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario