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lunes, 28 de abril de 2014

el sol del amanecer sonrie-4to año

El sol del amanecer sonríe
Igampuy-Mensajero Veloz, de la tribu de los chirivoas, estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas delante, y, de vez en cuando, con un largo hierro movía los leños de la hoguera para que siguiera ardiendo con llamas.
Igampuy-Mensajero Veloz estaba rodeado de niños más pequeños que él, a los que le gustaba escuchar contar cómo los chirivoas habían enterrado para siempre el hacha de la guerra porque su jefe, O-kiépá Ojos de Fuego, les había dicho que en las batallas morían demasiados Pieles Rojas, de su tribu y de otras tribus; y que cada vez quedaban menos y que llegaría a desaparecer su raza si seguían luchando unos con otros; cómo desde entonces vivían en paz con todo el mundo y contra nadie guerreaban; cómo desde entonces llevaban a pastar el ganado, tejían la lana, cultivaban su tierra, pescaban en sus ríos, cortaban leña en sus bosques y los días de fiesta se pintaban las caras y danzaban y cantaban alrededor de las hogueras. […]
Hubo un gran silencio cuando Igampuy-Mensajero Veloz terminó su historia. Los niños no se movían. El fuego iluminó sus caras rojizas y brillaba en sus ojos pequeños, vivos y negrísimos; en algunos brillaba como si estuvieran llenos de lágrimas. […]
Al final, sentados uno frente a otro, separados por las brasas que les iluminaban, quedaron solos Igampuy-Mensajero Veloz y un niño pequeño, el más pequeño del grupo, que era hermano de Igampuy. El niño no tenía nombre todavía porque entre los chirivoas los nombres se iban ganando o mereciendo y él tenía muy pocos años y no había tenido tiempo de ello.
Detrás del niño pequeño estaba echado un bisontito, que era su amigo. […]
De pronto, el niño pequeño se paró, agarró a su hermano de la mano y dijo:
–Igampuy, quiero preguntarte algo.
–Sí –dijo Igampuy comprendiendo muy bien que iba a saber por fin lo que sucedía a su hermano.
–Cuando contaste la historia del Gran Lago Rojo Sagrado, yo no pude comprenderla porque hay una cosa que no sé. Y como todos los niños la saben, todos la comprendieron y yo no puedo preguntar a nadie porque me da vergüenza. Todos se reirían de mí.
–Yo no, hermano pequeño –dijo Igampuy–. Yo no me río.
–Igampuy, ¿qué es la guerra?
2
Mensajero Veloz estuvo un momento sin decir nada, asombrado de que ése fuese el
misterio de su hermano. Iba a abrir la boca para decir algo cuando, de pronto, sonó un
espantoso trueno y la montaña entera empezó a temblar, a revolverse, a
estremecerse, como si fuese a arrancarse de sus raíces. Los dos niños y el bisontito
se quedaron sin aliento, espantados. No supieron cuánto duró el estrépito; les parecía
que nunca iba a cesar.
Por fin, el ruido terminó y el eco, cada vez más lejano, fue apagándose. Entonces
salieron los tres del refugio y vieron que la montaña se había abierto y dejaba, entre
dos gigantescas moles, un estrecho paso. Agarrados fuertemente de la mano, sin
apartarse del bisontito, los dos hermanos avanzaron por el nuevo camino como si una
fuerza extraña los empujase.
Delante de ellos, al otro lado de la montaña, se extendía el agua tranquila de un gran
lago. Ni una ola, ni un temblor rizaba la superficie calma, todo en él era paz y
serenidad. El agua era roja. Se adivinaba profunda, tan honda que quizá llegase al
corazón de la tierra. […]
Sonaron los tambores. Después, en el silencio de la tribu se escuchó la voz del viejo
sabio, que habló así:
–Hermanos chirivoas. En mi mente se ha hecho la luz y se ha unido con la alegría de
mi corazón y las dos han crecido. Ahora sé cuál era la maldición que pesaba sobre
nuestra tribu como castigo por haber tenido una guerra entre hermanos. Y vosotros
vais a saberla. Escuchad, era ésta.
Y la voz de Imandá sonó potente y terrible:
–“Se cerrará la montaña y ocultará a los chirivoas el Gran Lago Rojo Sagrado y no
volverán a tenerlo hasta que la tribu aborrezca la guerra y sea tan pacífica, que llegue
a existir dentro de ella un niño que no sepa qué es la guerra.”
El hermano de Igampuy- Mensajero Veloz sonreía orgulloso. Todos los chirivoas
estaban contentos, eran felices. Comprendía que había hecho algo importante. Pero él
estaba aún más contento y era todavía más feliz: Igampuy le había regalado su flauta.
Y, además, por fin, ya tenía nombre. Iban a llamarle Igamkená-A-Quien-Sonríe-El-Sol.
IONESCU, A. C. (1983). Donde duerme el agua. Barcelona: Labor.

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