A LEÓN WERTH
Pido perdón a los niños por haber 
      dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria 
      excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo 
      en el mundo. Pero tengo otra excusa: esta persona mayor 
      es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para 
      niños. Tengo una tercera excusa todavía: esta persona 
      mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío. Tiene, 
      por consiguiente, una gran necesidad de ser consolada. 
      Si no fueran suficientes todas esas razones, quiero 
      entonces dedicar este libro al niño que fue hace tiempo 
      esta persona mayor. Todas las personas mayores antes han 
      sido niños. (Pero pocas de ellas lo recuerdan). Corrijo, 
      por consiguiente, mi dedicatoria:
A LEÓN WERTH, cuando era niño.
Cuando yo tenía seis años vi en un 
      libro sobre la selva virgen que se titulaba "Historias 
      vividas", una magnífica lámina. Representaba una 
      serpiente boa que se tragaba a una fiera. Esta es la 
      copia del dibujo.
En el libro se afirmaba: "La 
      serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla. 
      Luego ya no puede moverse y duerme durante los seis 
      meses que dura su digestión".
Reflexioné mucho en ese momento 
      sobre las aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar 
      con un lápiz de colores mi primer dibujo. Mi dibujo 
      número uno era de esta manera:
Enseñé mi obra de arte a las 
      personas mayores y les pregunté si mi dibujo les daba 
      miedo.
-¿por qué habría de asustar un 
      sombrero? - me respondieron.
Mi dibujo no representaba un 
      sombrero. Representaba una serpiente boa que digiere un 
      elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente 
      boa a fin de que las personas mayores pudieran 
      comprender. Siempre estas personas tienen necesidad de 
      explicaciones. Mi dibujo número dos era así:
Las personas mayores me 
      aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya 
      fueran abiertas o cerradas, y poner más interés en la 
      geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De 
      esta manera a la edad de seis años abandoné una 
      magnífica carrera de pintor. Había quedado desilusionado 
      por el fracaso de mis dibujos número uno y número dos. 
      Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí 
      solas y es muy aburrido para los niños tener que darles 
      una y otra vez explicaciones.
Tuve, pues, que elegir otro oficio 
      y aprendí a pilotar aviones. He volado un poco por todo 
      el mundo y la geografía, en efecto, me ha servido de 
      mucho; al primer vistazo podía distinguir perfectamente 
      la China de Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si se 
      pierde uno durante la noche.
A lo largo de mi vida he tenido 
      multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví 
      mucho con personas mayores y las he conocido muy de 
      cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión 
      sobre ellas.
Cuando me he encontrado con 
      alguien que me parecía un poco lúcido, lo he sometido a 
      la experiencia de mi dibujo número uno que he conservado 
      siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser 
      comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: 
      "Es un sombrero". Me abstenía de hablarles de la 
      serpiente boa, de la selva virgen y de las estrellas. 
      Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del 
      golf, de política y de corbatas. Y mi interlocutor se 
      quedaba muy contento de conocer a un hombre tan 
      razonable.
Viví así, solo, nadie con quien 
      poder hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis años 
      tuve una avería en el desierto de Sahara. Algo se había 
      estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni 
      mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo 
      solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión 
      de vida o muerte, pues apenas tenía agua de beber para 
      ocho días.
La primera noche me dormí sobre la 
      arena, a unas mil millas de distancia del lugar habitado 
      más próximo. Estaba más aislado que un náufrago en una 
      balsa en medio del océano. Imaginaos, pues, mi sorpresa 
      cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que 
      decía:
- ¡Por favor... píntame un 
      cordero!
-¿Eh?
-¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como 
      herido por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi 
      alrededor. Vi a un extraordinario hombrecito que me 
      miraba gravemente. Ahí tenéis el mejor retrato que más 
      tarde logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente 
      es menos encantador que el modelo. Pero no es mía la 
      culpa. Las personas mayores me desanimaron de mi carrera 
      de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a 
      dibujar otra cosa que boas cerradas y boas abiertas.
Miré, pues, aquella aparición con 
      los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar que 
      me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar 
      habitado más próximo. Y ahora bien, el hombrecito no me 
      parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, 
      de sed o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de 
      un niño perdido en el desierto, a mil millas de 
      distancia del lugar habitado más próximo. Cuando logré, 
      por fin, articular palabra, le dije:
- Pero… ¿qué haces tú por aquí?
Y él respondió entonces, 
      suavemente, como algo muy importante:
-¡Por favor… píntame un cordero!
Cuando el misterio es demasiado 
      impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que 
      aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo 
      lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi 
      bolsillo una hoja de papel y una estilográfica. Recordé 
      que yo había estudiado especialmente geografía, 
      historia, cálculo y gramática y le dije al hombrecito 
      (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
- No importa - me respondió-, 
      píntame un cordero!
Como nunca había dibujado un 
      cordero, rehice para él uno de los dos únicos dibujos 
      que yo era capaz de realizar: el de la serpiente boa 
      cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al 
      hombrecito:
- ¡No, no! Yo no quiero un 
      elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa 
      y el elefante ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo 
      muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un cordero.
Dibujé un cordero. Lo miró 
      atentamente y dijo:
-¡No! Este está ya muy enfermo. 
      Haz otro.
Volví a dibujar.
Mi amigo sonrió dulcemente, con 
      indulgencia.
-¿Ves? Esto no es un cordero, es 
      un carnero. Tiene Cuernos…
Rehice nuevamente mi dibujo: fue 
      rechazado igual que los anteriores.
-Este es demasiado viejo. Quiero 
      un cordero que viva mucho tiempo.
Falto ya de paciencia y deseoso de 
      comenzar a desmontar el motor, garabateé rápidamente 
      este dibujo, se lo enseñé, y le agregué:
-Esta es la caja. El cordero que 
      quieres está dentro. Con gran sorpresa mía el rostro de 
      mi joven juez se iluminó:
-¡Así es como yo lo quería! ¿Crees 
      que sea necesaria mucha hierba para este cordero?
-¿Por qué?
-Porque en mi tierra es todo tan 
      pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo y 
      exclamó:
-¡Bueno, no tan pequeño…! Está 
      dormido…
Y así fue como conocí al 
      principito.
Me costó mucho tiempo comprender 
      de dónde venía. El principito, que me hacía muchas 
      preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron palabras 
      pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron 
      todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión 
      (no dibujaré mi avión, por tratarse de un dibujo 
      demasiado complicado para mí) me preguntó:
-¿Qué cosa es esa? -Eso no es una 
      cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que 
      volaba. El entonces gritó:
-¡Cómo! ¿Has caído del cielo? -Sí 
      -le dije modestamente. -¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa 
      carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis 
      desgracias se tomen en serio. Y añadió:
-Entonces ¿tú también vienes del 
      cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de 
      su presencia y le pregunté bruscamente:
-¿Tu vienes, pues, de otro 
      planeta?
Pero no me respondió; movía 
      lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.
-Es cierto, que, encima de eso, no 
      puedes venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante 
      largo tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se 
      abismó en la contemplación de su tesoro.
Imagináos cómo me intrigó esta 
      semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, 
      pues, en saber algo más:
-¿De dónde vienes, muchachito? 
      ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi 
      cordero?
Después de meditar silenciosamente 
      me respondió:
-Lo bueno de la caja que me has 
      dado es que por la noche le servirá de casa. -Sin duda. 
      Y si eres bueno te daré también una cuerda y una estaca 
      para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al 
      principito.
-¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! -Si 
      no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva 
      carcajada.
-¿Y dónde quieres que vaya? -No 
      sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con 
      gravedad:
-¡No importa, es tan pequeña mi 
      tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de 
      melancolía:
-Derecho, camino adelante… no se 
      puede ir muy lejos.
De esta manera supe una segunda 
      cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más 
      grande que una casa.
Esto no podía asombrarme mucho. 
      Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como 
      la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha 
      dado nombre, existen otros centenares de ellos tan 
      pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con 
      la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre 
      uno de estos planetas, le da por nombre un número. Le 
      llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer 
      que el planeta del cual venía el principito era el 
      asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una 
      vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una gran 
      demostración de su descubrimiento en un congreso 
      Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa 
      de su manera de vestir. Las personas mayores son así. 
      Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un 
      dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, 
      el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a 
      dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un 
      traje muy elegante, todo el mundo aceptó su 
      demostración.
Si os he contado todos estos 
      detalles sobre el asteroide B 612 y hasta os he confiado 
      su número, es por consideración a las personas mayores. 
      A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla 
      de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del 
      mismo. Nunca se les ocurre preguntar: "¿Qué tono tiene 
      su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar 
      mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? 
      ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?" 
      Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les 
      decimos a las personas mayores: "He visto una casa 
      preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas 
      y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse 
      cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una 
      casa que vale cien mil francos". Entonces exclaman 
      entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"
De tal manera, si les decimos: "La 
      prueba de que el principito ha existido está en que era 
      un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. 
      Querer un cordero es prueba de que se existe", las 
      personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que 
      somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de 
      donde venía el principito era el asteroide B 612", 
      quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más 
      preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. 
      Los niños deben ser muy indulgentes con las personas 
      mayores.
Pero nosotros, que sabemos 
      comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los 
      números. A mí me habría gustado más comenzar esta 
      historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría 
      gustado decir:
"Era una vez un principito que 
      habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía 
      necesidad de un amigo…" Para aquellos que comprenden la 
      vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro 
      sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar 
      estos recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue 
      con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo 
      con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un 
      amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a 
      ser como las personas mayores, que sólo se interesan por 
      las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de 
      lápices de colores. ¡Es muy duro, a mi edad, ponerse a 
      aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha 
      hecho otra tentativa que la de una boa abierta y una boa 
      cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo 
      trataré de hacer retratos lo más parecido posibles, pero 
      no estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro 
      no tiene parecido alguno. En las proporciones me 
      equivoco también un poco. Aquí el principito es 
      demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo 
      también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y 
      lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, 
      en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy 
      importantes. Pero habrá que perdonármelo ya que mi amigo 
      no me daba nunca muchas explicaciones. Me creía 
      semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver 
      un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea 
      un poco como las personas mayores. He debido envejecer.
Cada día yo aprendía algo nuevo 
      sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. 
      Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. De 
      esta manera tuve conocimiento al tercer día , del drama 
      de los baobabs.
Fue también gracias al cordero y 
      como preocupado por una profunda duda, cuando el 
      principito me preguntó:
-¿Es verdad que los corderos se 
      comen los arbustos?
-Sí, es cierto.
-¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan 
      importante para él que los corderos se comieran los 
      arbustos. Pero el principito añadió:
-Entonces se comen también los 
      Baobabs.
Le hice comprender al principito 
      que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan 
      grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo 
      todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría 
      acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes 
      hizo reír al principito.
-Habría que poner los elefantes 
      unos sobre otros…
Y luego añadió juiciosamente:
-Los baobabs, antes de crecer, son 
      muy pequeñitos.
-Es cierto. Pero ¿por qué quieres 
      que tus corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" 
      como si hablara de una evidencia. Me fue necesario un 
      gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí 
      mismo este problema.
En efecto, en el planeta del 
      principito había, como en todos los planetas, hierbas 
      buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas 
      semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas, 
      hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen 
      en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de 
      ellas tiene la fantasía de despertarse. Entonces se 
      alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, 
      una encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una 
      ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que 
      crezca como quiera. Pero si se trata de una mala hierba, 
      es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha 
      sabido reconocerla. En el planeta del principito había 
      semillas terribles… como las semillas del baobab. El 
      suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab 
      no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse 
      de él más tarde; cubre todo el planeta y lo perfora con 
      sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los 
      baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de disciplina, me 
      decía más tarde el principito. Cuando por la mañana uno 
      termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la 
      limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a 
      arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los 
      rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son 
      pequeñitos. Es un trabajo muy fastidioso pero muy 
      fácil".
Y un día me aconsejó que me 
      dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera 
      comprender a los niños de la tierra estas ideas. "Si 
      alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. 
      A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el 
      trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, 
      el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un 
      planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres 
      arbustos…"
Siguiendo las indicaciones del 
      principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el 
      papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan 
      desconocido y los peligros que puede correr quien llegue 
      a perderse en un asteroide son tan grandes, que no 
      vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, 
      atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a 
      mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace 
      ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse 
      tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con 
      él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien 
      me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos 
      tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La 
      respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero 
      no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba 
      animado por un sentimiento de urgencia.
¡Ah, principito, cómo he ido 
      comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante 
      mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las 
      puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto 
      día, cuando me dijiste:
-Me gustan mucho las puestas de 
      sol; vamos a ver una puesta de sol…
-Tendremos que esperar…
-¿Esperar qué?
-Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido primero, 
      y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
-Siempre me creo que estoy en mi 
      tierra.
En efecto, como todo el mundo 
      sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia 
      se está poniendo el sol. Sería suficiente poder 
      trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la 
      puesta del sol, pero desgraciadamente Francia está 
      demasiado lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te 
      bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar 
      el crepúsculo cada vez que lo deseabas…
-¡Un día vi ponerse el sol 
      cuarenta y tres veces!
Y un poco más tarde añadiste:
-¿Sabes? Cuando uno está 
      verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.
-El día que la viste cuarenta y 
      tres veces estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no respondió.
Al quinto día y también en 
      relación con el cordero, me fue revelado este otro 
      secreto de la vida del principito. Me preguntó 
      bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un 
      problema largamente meditado en silencio:
-Si un cordero se come los 
      arbustos, se comerá también las flores ¿no?
-Un cordero se come todo lo que 
      encuentra.
-¿Y también las flores que tienen 
      espinas?
-Sí; también las flores que tienen 
      espinas.
-Entonces, ¿para qué le sirven las 
      espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba 
      yo muy ocupado tratando de destornillar un bulón 
      demasiado apretado del motor; la avería comenzaba a 
      parecerme cosa grave y la circunstancia de que se 
      estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer 
      lo peor.
-¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca 
      que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por 
      él. Irritado por la resistencia que me oponía el bulón, 
      le respondí lo primero que se me ocurrió:
-Las espinas no sirven para nada; 
      son pura maldad de las flores.
-¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo 
      con una especie de rencor:
-¡No te creo! Las flores son 
      débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se 
      creen terribles con sus espinas…
No le respondí nada; en aquel 
      momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este bulón me 
      resiste un poco más, lo haré saltar de un martillazo". 
      El principito me interrumpió de nuevo mis pensamientos:
-¿Tú crees que las flores…?
-¡No, no creo nada! Te he 
      respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que 
      ocuparme de cosas serias.
Me miró estupefacto.
-¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la 
      mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo 
      que le parecía muy feo.
-¡Hablas como las personas 
      mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él, 
      implacable, añadió:
-¡Lo confundes todo…todo lo 
      mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado; 
      sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos 
      dorados.
-Conozco un planeta donde vive un 
      señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha 
      mirado una estrella y que jamás ha querido a nadie. En 
      toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo el día se 
      lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo 
      soy un hombre serio!"… Al parecer esto le llema de 
      orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!
-¿Un qué?
-Un hongo.
El principito estaba pálido de 
      cólera.
-Hace millones de años que las 
      flores tiene espinas y hace también millones de años que 
      los corderos, a pesar de las espinas, se comen las 
      flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las 
      flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no 
      les sirven para nada? ¿Es que no es importante la guerra 
      de los corderos y las flores? ¿No es esto más serio e 
      importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y 
      si yo sé de una flor única en el mundo y que no existe 
      en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé que un 
      buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse 
      cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y después 
      continuó:
-Si alguien ama a una flor de la 
      que sólo existe un ejemplar en millones y millones de 
      estrellas, basta que las mire para ser dichoso. Puede 
      decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" 
      ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de 
      pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es 
      importante!
No pudo decir más y estalló 
      bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo había 
      soltado las herramientas y ya no importaban nada el 
      martillo, el bulón, la sed y la muerte. ¡Había en una 
      estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un 
      principito a quien consolar! Lo tomé en mis brazos y lo 
      mecí diciéndole: "la flor que tú quieres no corre 
      peligro… te dibujaré un bozal para tu cordero y una 
      armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo 
      consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en 
      mí; me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las 
      lágrimas!
Aprendí bien pronto a conocer 
      mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del 
      principito flores muy simples adornadas con una sola 
      fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie 
      molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por 
      la tarde se extinguían. Pero aquella había germinado un 
      día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el 
      principito había vigilado cuidadosamente desde el primer 
      día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. 
      Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto 
      cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El 
      principito observó el crecimiento de un enorme capullo y 
      tenía le convencimiento de que habría de salir de allí 
      una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de 
      preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde. 
      Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y 
      se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir ya 
      ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el 
      esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella 
      flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. 
      Hasta que una mañana, precisamente al salir el sol se 
      mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con 
      tanta precisión, dijo bostezando:
-¡Ah, perdóname… apenas acabo de 
      despertarme… estoy toda despeinada…!
El principito no pudo contener su 
      admiración:
-¡Qué hermosa eres!
-¿Verdad? -respondió dulcemente la 
      flor-. He nacido al mismo tiempo que el sol. El 
      principito adivinó exactamente que ella no era muy 
      modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
-Me parece que ya es hora de 
      desayunar - añadió la flor -; si tuvieras la bondad de 
      pensar un poco en mí...
Y el principito, muy confuso, 
      habiendo ido a buscar una regadera la roció 
      abundantemente con agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado 
      con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, 
      hablando de sus cuatro espinas, dijo al principito:
-¡Ya pueden venir los tigres, con 
      sus garras!
-No hay tigres en mi planeta 
      -observó el principito- y, además, los tigres no comen 
      hierba.
-Yo nos soy una hierba -respondió 
      dulcemente la flor.
-Perdóname...
-No temo a los tigres, pero tengo 
      miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no 
      es una suerte para una planta -pensó el principito-. 
      Esta flor es demasiado complicada…"
-Por la noche me meterás bajo un 
      globo… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a 
      gusto; allá de donde yo vengo…
La flor se interrumpió; había 
      llegado allí en forma de semilla y no era posible que 
      conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado 
      sorprender inventando un mentira tan ingenua, tosió dos 
      o tres veces para atraerse la simpatía del principito.
-¿Y el biombo?
-Iba a buscarlo, pero como no 
      dejabas de hablarme…
Insistió en su tos para darle al 
      menos remordimientos.
De esta manera el principito, a 
      pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a 
      dudar de ella. Había tomado en serio palabras sin 
      importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle caso -me 
      confesó un día el principito- nunca hay que hacer caso a 
      las flores, basta con mirarlas y olerlas. Mi flor 
      perfumaba mi planeta, pero yo no sabía gozar con eso… 
      Aquella historia de garras y tigres que tanto me 
      molestó, hubiera debido enternecerme".
Y me contó todavía:
"¡No supe comprender nada 
      entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus 
      palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás 
      debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que 
      ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias 
      las flores! Pero yo era demasiado joven para saber 
      amarla".
Creo que el principito aprovechó 
      la migración de una bandada de pájaros silvestres para 
      su evasión. La mañana de la partida, puso en orden el 
      planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en 
      actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy 
      útiles para calentar el desayuno todas las mañanas. 
      Tenía, además, un volcán extinguido. Deshollinó también 
      el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca se sabe 
      lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien 
      deshollinados, arden sus erupciones, lenta y 
      regularmente. Las erupciones volcánicas son como el 
      fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra 
      Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes; 
      los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan 
      tantos disgustos.
El principito arrancó también con 
      un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. 
      Creía que no iba a volver nunca. Pero todos aquellos 
      trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente 
      dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se 
      dispuso a ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de 
      llorar.
-Adiós -le dijo a la flor. Esta no 
      respondió.
-Adiós -repitió el principito.
      
      
Tomado de
        
        
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La flor tosió, pero no porque 
      estuviera resfriada.
-He sido una tonta -le dijo al fin 
      la flor-. Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por la ausencia de 
      reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el 
      aire, no comprendiendo esta tranquila mansedumbre.
-Sí, yo te quiero -le dijo la 
      flor-, ha sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no 
      tiene importancia. Y tú has sido tan tonto como yo. 
      Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; 
      ya no lo quiero.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada como 
      para... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una 
      flor.
-Y los animales...
-Será necesario que soporte dos o 
      tres orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que 
      son muy hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú 
      estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las temo: 
      yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus 
      cuatro espinas. Luego añadió:
-Y no prolongues más tu despedida. 
      Puesto que has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese 
      llorar : era tan orgullosa...
Se encontraba en la región de los 
      asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse 
      en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un 
      rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado 
      sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
-¡Ah, -exclamó el rey al divisar 
      al principito-, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca 
      si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el 
      mundo está muy simplificado. Todos los hombres son 
      súbditos.
-Aproxímate para que te vea mejor 
      -le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el 
      rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero 
      el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico 
      manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como 
      estaba cansado, bostezó.
-La etiqueta no permite bostezar 
      en presencia del rey -le dijo el monarca-. Te lo 
      prohíbo.
-No he podido evitarlo -respondió 
      el principito muy confuso-, he hecho un viaje muy largo 
      y apenas he dormido...
-Entonces -le dijo el rey- te 
      ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a 
      nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, 
      bosteza otra vez, te lo ordeno!
-Me da vergüenza... ya no tengo 
      ganas... -dijo el principito enrojeciendo.
-¡Hum, hum! -respondió el rey-. 
      ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no 
      bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía 
      vejado, pues el rey daba gran importancia a que su 
      autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero 
      como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara -decía 
      frecuentemente-, si yo ordenara a un general que se 
      transformara en ave marina y el general no me 
      obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".
-¿Puedo sentarme? -preguntó 
      tímidamente el principito.
-Te ordeno sentarte -le respondió 
      el rey-, recogiendo majestuosamente un faldón de su 
      manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. 
      Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre 
      quién podría reinar aquel rey.
-Señor -le dijo-, perdóneme si le 
      pregunto...
-Te ordeno que me preguntes -se 
      apresuró a decir el rey.
-Señor. . . ¿sobre qué ejerce su 
      poder?
-Sobre todo -contestó el rey con 
      gran ingenuidad.
-¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, 
      señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
-¿Sobre todo eso? -volvió a 
      preguntar el principito.
-Sobre todo eso. . . -respondió el 
      rey.
No era sólo un monarca absoluto, 
      era, además, un monarca universal.
-¿Y las estrellas le obedecen?
-¡Naturalmente! -le dijo el rey-. 
      Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la 
      indisciplina.
Un poder semejante dejó 
      maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder 
      de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo 
      día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, 
      o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener 
      necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un 
      poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, 
      se atrevió a solicitar una gracia al rey:
-Me gustaría ver una puesta de 
      sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
-Si yo le diera a un general la 
      orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de 
      escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina 
      y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién 
      sería la culpa, mía o de él?
-La culpa sería de usted -le dijo 
      el principito con firmeza.
-Exactamente. Sólo hay que pedir a 
      cada uno, lo que cada uno puede dar -continuó el rey. La 
      autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si 
      ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará 
      la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, 
      porque mis órdenes son razonables.
-¿Entonces mi puesta de sol? 
      -recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta 
      una vez que la había formulado.
-Tendrás tu puesta de sol. La 
      exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, 
      esperaré que las condiciones sean favorables.
-¿Y cuándo será eso?
-¡Ejem, ejem! -le respondió el 
      rey, consultando previamente un enorme calendario-, ¡ejem, 
      ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete 
      cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba 
      su puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo 
      ya un poco.
-Ya no tengo nada que hacer aquí 
      -le dijo al rey-. Me voy.
-No partas -le respondió el rey 
      que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito-, no te 
      vayas y te hago ministro.
-¿Ministro de qué?
-¡De... de justicia!
-¡Pero si aquí no hay nadie a 
      quien juzgar!
-Eso no se sabe -le dijo el rey-. 
      Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el 
      caminar me cansa. Y como no hay sitio para una 
      carroza...
-¡Oh! Pero yo ya he visto. . . 
      -dijo el principito que se inclinó para echar una ojeada 
      al otro lado del planeta-. Allá abajo no hay nadie 
      tampoco. .
-Te juzgarás a ti mismo -le 
      respondió el rey-. Es lo más difícil. Es mucho más 
      difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si 
      consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero 
      sabio.
-Yo puedo juzgarme a mí mismo en 
      cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
-¡Ejem, ejem! Creo -dijo el rey- 
      que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo 
      la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata 
      vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida 
      dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio 
      para conservarla, ya que no hay más que una.
-A mí no me gusta condenar a 
      muerte a nadie -dijo el principito-. Creo que me voy a 
      marchar.
-No -dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo 
      terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al 
      viejo monarca, dijo:
-Si Vuestra Majestad deseara ser 
      obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable. 
      Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un 
      minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
       
Como el rey no respondiera 
        nada, el principito vaciló primero y con un 
        suspiro emprendió la marcha.
-¡Te nombro mi embajador! 
        -se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto 
        de gran autoridad.
"Las personas mayores son 
        muy extrañas", se decía el principito para sí 
        mismo durante el viaje.
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