Consigna. trabaja 1ero con la biografia del autor.
http://es.wikipedia.org/wiki/Horacio_Quiroga envio un enlace
luego anticipa el tema de la lectura con el tìtulo y las imàgenes.
Finalmente leemos
El
agutí y el ciervo
Horacio Quiroga |
El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga
al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando
se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los
pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años,
esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que
ella resurja con violencia extraordinaria.
Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando
hacía ya diez años que no cazaba.
Una madrugada de verano, fui arrancado del estudio
de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban
el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los
perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen
al rastro.
Durante largo rato, logré contenerme. Al fin, no
pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.
En un instante, estuve al lado de los perros, que
trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que
ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.
Durante una hora, busqué en vano cómo alcanzar a la
bestia, que gruñía con violencia. Al fin, distinguí una grieta en el tronco,
por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y
el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces
el machete dentro del árbol.
Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo.
En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de
un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la
creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la
caza, como los cazadores.
Pasaron dos meses. En esa época, nos regalaron un
ciervito que apenas contaría siete días de edad. Mi hija, aún niña, lo criaba
con mamadera. En breve tiempo, el ciervito aprendió a conocer las horas de su
comida y surgía entonces del fondo de los bambúes a lamer el borde del
delantal de mi chica, mientras gemía con honda y penetrante dulzura. Era el
mimado de casa y de todos nosotros. Nadie, en verdad, lo ha merecido como él.
Tiempo después, regresamos a Buenos Aires y trajimos
al ciervito con nosotros. Lo llamábamos Dick. Al llegar al chalet que tomamos
en Vicente López, resbaló en el piso de mosaico, con tan poca suerte que
horas después rengueaba aún.
Muy abatido, fue a echarse entre el macizo de cañas
de la quinta, que debían recordarle vivamente sus selvosos bambúes de
Misiones. Lo dejamos allí tranquilo, pues el tejido de alambre alrededor de
la quinta garantía su permanencia en casa. Ese atardecer llovió, como había
llovido persistentemente los días anteriores y, cuando de noche regresé del
centro, me dijeron en casa que el ciervito no estaba más.
La sirvienta contó que, al caer la noche, creyeron
sentir chillidos afuera. Inquietos, mis chicos habían recorrido la quinta con
la linterna eléctrica, sin hallar a Dick.
Nadie durmió en casa tranquilo esa noche. A la
mañana siguiente, muy temprano, seguía en la quinta el rastro de las pisadas
del ciervito, que me llevaron hasta el portón. Allí comprendí por dónde había
escapado Dick, pues las puertas de hierro ajustaban mal en su parte inferior.
Afuera, en la vereda de tierra, las huellas de sus uñas persistían durante un
trecho, para perderse luego en el barro de la calle, trilladísimo por el paso
de las vacas.
La mañana era muy fría y lloviznaba. Hallé al
lechero de casa, quien no había visto a Dick. Fui hasta el almacén, con igual
resultado. Miré, entonces, a todos lados en la mañana desierta: nadie a quien
pedir informes de nuestro ciervito.
Buscando a la ventura, lo hallé, por fin, tendido
contra el alambrado de un terreno baldío. Pero estaba muerto de dos balazos
en la cabeza.
Es menester haber criado algo con extrema solicitud
-hijo, animal o planta- para apreciar el dolor de ver concluir en el barro de
un callejón de pueblo a una dulce criatura de monte, toda vida y esperanza.
Había sido muerta de dos tiros en la cabeza. Y para hacer esto se necesita...
Bruscamente me acordé de la interminable serie de
dulces seres a quienes yo había quitado la vida. Y recordé al agutí de tres
meses atrás, tan inocente como nuestro ciervito. Recordé mis cacerías de
muchacho; me vi retratado en el chico de la vecindad, que la noche anterior,
a pesar de sus balidos, y ebrio de caza, le había apoyado por dos veces en la
frente su pistola matagatos.
Ese chico, como yo a su edad, también tenía el
corazón de oro...
¡Ah! ¡Es cosa fácil quitar cachorros a sus madres!
¡Nada cuesta cortar bruscamente su paz sin desconfianza, su tranquilo latir!
Y cuando un chico animoso mata en la noche a un ciervito, duele el corazón
horriblemente, porque el ciervito es nuestro...
Mientras lo retornaba en brazos a casa, aprecié por
primera vez en toda su hondura lo que es apropiarse de una existencia. Y
comprendí el valor de una vida ajena, cuando lloré su pérdida en el corazón.
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