BUENOS DÍAS NIÑOS!!!
tienen tres actividades para hacer-
las realizan en el cuaderno de lenguaje y en el de matemáticas.
mañana corregimos.
buena jornada!!!!
va la primera....
consigna de trabajo
tienen tres actividades para hacer-
las realizan en el cuaderno de lenguaje y en el de matemáticas.
mañana corregimos.
buena jornada!!!!
va la primera....
consigna de trabajo
1-ELIJE UNO DE ESTOS CUENTOS.
2- ILUSTRA UNO DE LOS PERSONAJES
3- REALIZA BREVEMENTE UN COMENTARIO DEL MISMO COMO SI FUERA LA CONTRATAPA DEL LIBRO CON LA INFORMACIÓN AL RESPECTO
PARA 4TO AÑO
3- REALIZA BREVEMENTE UN COMENTARIO DEL MISMO COMO SI FUERA LA CONTRATAPA DEL LIBRO CON LA INFORMACIÓN AL RESPECTO
PARA 4TO AÑO
Bambi
Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y
 donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado 
Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que 
acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a
 conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se 
hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el 
bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos animales, 
pues para Bambi todo era desconocido.
Todos los días se juntaban en un claro del bosque 
para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que 
era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y
 de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron 
ladridos de un perro. “¡Corre, corre Bambi! -dijo el padre- ponte a 
salvo”. “¿Por qué, papi?”, preguntó Bambi. Son los hombres y cada vez 
que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando 
los oigas debes de huir y buscar refugio.
Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo 
que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el 
encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña 
cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró 
enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un 
perro y Bambi pensó: “¡Son los hombres!”, e intentó huir, pero cuando se
 dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que 
enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, 
trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y
 al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido.
Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le 
ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a 
salvo de los hombres, cuando lo lograron le curaron las heridas y se 
puso bien muy pronto.
Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido 
mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo 
reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos.
 El búho ya estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita y
 tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño 
cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, 
igual que pasó cuando él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era 
ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su 
papá, que ya era muy mayor para hacerlo.
El enano saltarín
Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió 
pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía 
un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el 
molinero mintió para darse importancia: - Además de bonita, es capaz de 
convertir la paja en oro hilándola con una rueca. El rey, francamente 
contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la 
llevó con él a palacio. 
Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a
 la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había 
también una rueca: - Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre 
decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás 
desterrada. La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció 
un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su
 collar. 
La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas,
 zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las 
canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación 
refulgía por el oro. Cuando el rey vio la proeza, guiado por la 
avaricia, espetó: - Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación.
 - Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del 
día anterior. 
La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible 
cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín:
 - ¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro? - preguntó al 
hacerse visible. - Sólo tengo esta sortija - Dijo la doncella 
tendiéndole el anillo. - Empecemos pues, - respondió el enano. Y 
zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado. 
Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando 
comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: - Repetirás la 
hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa - Pues pensaba 
que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con 
dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el 
grotesco enano: - ¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema? - 
Preguntó, saltando, a la chica. 
- No tengo más joyas que ofrecerte - y pensando que 
esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. - Bien, en ese caso, me 
darás tu primer hijo - demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: “Quién 
sabe cómo irán las cosas en el futuro” - Dijo para sus adentros. Y como 
ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que
 el extraño ser la hilaba. 
Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos 
brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus 
súbditos para la celebración de los esponsales. Vivieron ambos felices y
 al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había 
olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por 
eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín 
reclamando su recompensa. 
- Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, 
te daré todo lo que quieras. - ¿Cómo puedes comparar el valor de una 
vida con algo material? Quiero a tu hijo - exigió el desaliñado enano. 
Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: - Tienes tres
 días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te 
quedes con el niño. 
Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita
 para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta. 
Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por 
todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota 
de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña
 cantando: - “Yo sólo tejo, a nadie amo y Rumpelstilzchen me llamo” 
Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó 
su propio nombre a la reina, ésta le contestó: - ¡Te llamas 
Rumpelstilzchen! - ¡No puede ser! - gritó él - ¡No lo puedes saber! ¡Te 
lo ha dicho el diablo! - Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una
 patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y 
cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad. 
 | 
El ratoncito Pérez
| Erase una vez Pepito Pérez , que era un pequeño ratoncito de ciudad ,  
vivía con su familia en un agujerito de la pared de un edificio.  El agujero no era muy grande pero era muy cómodo, y allí no les faltaba la comida. Vivían junto a una panadería, por las noches él y su padre iban a coger harina y todo lo que encontraban para comer. Un día Pepito escuchó un gran alboroto en el piso de arriba. Y como ratón curioso que era trepó y trepó por las cañerías hasta llegar a la primera planta. Allí vió un montón de aparatos, sillones, flores, cuadros..., parecía que alguien se iba a instalar allí. Al día siguiente Pepito volvió a subir a ver qué era todo aquello, y descubrió algo que le gustó muchísimo. En el piso de arriba habían puesto una clínica dental. A partir de entonces todos los días subía a mirar todo lo que hacía el doctor José Mª. Miraba y aprendía, volvía a mirar y apuntaba todo lo que podía en una pequeña libreta de cartón. Después practicaba con su familia lo que sabía. A su madre le limpió muy bien los dientes, a su hermanita le curó un dolor de muelas con un poquito de medicina. Y así fue como el ratoncito Pérez se fue haciendo famoso. Venían ratones de todas partes para que los curara. Ratones de campo con una bolsita llena de comida para él, ratones de ciudad con sombrero y bastón, ratones pequeños, grandes, gordos, flacos... Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la boca. Pero entonces empezaron a venir ratones ancianos con un problema más grande. No tenían dientes y querían comer turrón, nueces, almendras, y todo lo que no podían comer desde que eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó y pensó cómo podía ayudar a estos ratones que confiaban en él. Y, como casi siempre que tenía una duda, subió a la clínica dental a mirar. Allí vió cómo el doctor José Mª le ponía unos dientes estupendos a un anciano. Esos dientes no eran de personas, los hacían en una gran fábrica para los dentistas. Pero esos dientes, eran enormes y no le servían a él para nada. Entonces, cuando ya se iba a ir a su casa sin encontrar la solución, apareció en la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente de leche para que le saliera rápido el diente fuerte y grande. El doctor se lo quitó y se lo dió de recuerdo. El ratoncito Pérez encontró la solución: "Iré a la casa de ese niño y le compraré el diente", pensó. Lo siguió por toda la ciudad y cuando por fin llegó a la casa, se encontró con un enorme gato y no pudo entrar. El ratoncito Pérez se esperó a que todos se durmieran y entonces entró a la habitación del niño. El niño se había dormido mirando y mirando su diente, y lo había puesto debajo de su almohada. Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho encontrar el diente, pero al fin lo encontró y le dejó al niño un bonito regalo. A la mañana siguiente el niño vió el regalo y se puso contentísimo y se lo contó a todos sus amigos del colegio. Y a partir de ese día, todos los niños dejan sus dientes de leche debajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les deja a cambio un bonito regalo. cuento se ha acabado.  | |||||||||||
PARA 5TO AÑO
consigna de trabajo
1-ELIJE UNO DE ESTOS CUENTOS.
2- ILUSTRA UNO DE LOS PERSONAJES3- REALIZA BREVEMENTE UN COMENTARIO DEL MISMO COMO SI FUERA LA CONTRATAPA DEL LIBRO CON LA INFORMACIÓN AL RESPECTO
Piel de asno
Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su 
pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que
 era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la
 elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos 
felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo 
había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se 
lamentaban de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia 
reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los 
cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus 
caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del 
mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que 
acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más 
destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era 
por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar 
especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían 
semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan 
extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada 
mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran 
recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan 
tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están 
mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese 
aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la
 ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y 
enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la
 tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los 
templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan 
querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros…
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó 
las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba 
de más hablarle de un segundo matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.
—El Estado, repuso la reina con una firmeza que 
aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige 
sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que 
tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me 
habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta 
que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra 
promesa, y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía de amor 
propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo 
podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a
 casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: 
llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue 
su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además, los 
consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey
 que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar 
nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a 
todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta
 esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como una 
bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina 
fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su 
tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las 
cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle
 a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la 
llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían 
considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su 
dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la
 ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que
 lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas 
cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero 
ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no 
tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su 
hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba 
largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la
 atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan 
violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había 
resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su 
promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó 
desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey 
su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara
 a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado 
proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la 
conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que 
religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de 
ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el 
espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, 
que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su 
hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo
 abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar 
órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en 
recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa
 misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos
 los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a
 la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, 
pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente 
todo lo que le indicaría.
—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy 
grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, 
podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es 
preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su 
amor y su poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la 
mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había 
aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno 
hasta tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, 
reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la 
condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a 
todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos 
días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más 
bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser
 desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir 
del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a 
la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, 
le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó 
buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan 
apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y 
traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada 
por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió 
desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido 
color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás 
podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el
 enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su 
corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no 
economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que 
cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron 
que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se 
había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió 
confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían 
dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de 
lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, 
se puso roja de ira.
—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la 
princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una 
terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree
 tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el 
pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y
 que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de 
decirle que deseáis esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una nueva manera 
de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se 
resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de 
tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló 
en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente 
llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su
 desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa 
arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es 
el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del
 palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se 
sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo 
me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a 
todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo 
vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi 
varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis 
vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en 
partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó 
que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse 
refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio 
sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey,
 que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e 
inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros
 en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a
 los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, 
muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero, 
aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué 
nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a 
cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta 
para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los 
puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso 
entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan 
cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde,
 durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la 
servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.
Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto 
empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su 
protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando 
era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si
 nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus 
bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de agua 
clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió 
mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje,
 la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó 
toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que
 el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de 
bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel 
para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así
 pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar
 sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su 
cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel 
magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma 
con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno 
todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que 
hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos 
mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos
 testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban 
igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con 
que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto 
su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta 
granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe 
era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su 
madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación 
campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y 
todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón 
sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la 
curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a 
una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y 
modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó
 en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el 
respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese 
callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en 
ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba 
Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan 
mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían 
tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se 
dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil 
hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre, 
indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la 
imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se 
lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de 
hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor 
de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que 
pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía 
este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran 
inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; 
éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. 
Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo 
este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo,
 fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de
 que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena
 para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se 
estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de 
agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba
 que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus 
padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar 
un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy
 débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi 
padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante 
mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a 
las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien 
sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre,
 a cualquier precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es 
muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del
 rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te
 será acordado.
—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que 
descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si 
pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, 
deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, 
me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por 
casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo; 
una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros
 pavos.
—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de 
caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En 
una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se 
trata le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el
 príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había 
visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel 
príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido 
olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir 
de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a 
conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y
 rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata 
brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: 
usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba,
 ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo 
cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo 
cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial,
 a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse 
contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y 
se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de 
pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se 
ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó 
diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, 
al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo 
círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más 
hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas,
 y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba 
imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no
 se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta,
 que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que
 había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y 
tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos 
simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no 
sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba 
enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se
 desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, 
afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque 
fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. 
El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de 
sus días, les dijo:
—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza
 que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la 
esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien 
le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo 
sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron 
con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no
 podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey,
 abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los 
tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por
 los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el 
anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero 
del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, 
las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado 
los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las 
modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado 
gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el 
anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que no 
tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado 
infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las 
cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, 
pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el 
anillo más allá de la una.
—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa; que había escuchado los tambores y los 
gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que 
provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor
 es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de 
que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, 
una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su 
anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse 
cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda 
llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan 
pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para 
presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno,
 abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que 
el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de 
estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, 
sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a 
creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y 
confundido por haberse equivocado, le dijo:
—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
—Sí, su señoría, respondió ella.
—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la 
reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando 
de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y
 sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del 
mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta 
apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía
 estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un 
ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues 
el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería 
casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el
 amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las 
gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, 
bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, 
con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel de 
Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el 
príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor 
creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la 
princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos 
apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le
 hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado 
que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su 
padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, 
sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba 
todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de 
manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, 
sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los 
ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había 
olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy
 hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en
 el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo
 de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a 
quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa 
imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, 
sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo 
ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la 
resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de 
tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no 
hubieran muerto cien años después.
Barba azul
Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en 
la ciudad y en  el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de 
brocado y  carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel 
hombre tenía  la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, 
que no había  mujer ni joven que no huyera de él. 
Una  distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas 
sumamente hermosas. Él  le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección
 que le diera la que  quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo 
pasaban la una a la otra,  pues no se sentían capaces de tomar por 
esposo a un hombre que tuviera  la barba azul. Lo que tampoco les 
gustaba era que se había casado ya  con varias mujeres y no se sabía qué
 había sido de ellas. 
Barba  Azul, para irse conociendo, las llevó con su 
madre, con tres o cuatro  de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de
 la localidad a una de  sus casas de campo, donde se quedaron ocho días 
enteros. Todo fueron  paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y 
festines, meriendas:  nadie dormía, y se pasaban toda la noche 
gastándose bromas unos a  otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la
 menor de las hermanas  empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no
 tenía la barba tan  azul y que era un hombre muy honesto. 
En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio. 
Al  cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que 
tenía que hacer un viaje  a provincias, por lo menos de seis semanas, 
por un asunto importante;  que le rogaba que se divirtiera mucho durante
 su ausencia, que invitara  a sus amigas, que las llevara al campo si 
quería y que no dejase de  comer bien. 
-Éstas son -le dijo-  las llaves de los dos grandes 
guardamuebles; éstas, las de la vajilla  de oro y plata que no se saca a
 diario; éstas, las de mis cajas  fuertes, donde están el oro y la 
plata; ésta, la de los estuches donde  están las pedrerías, y ésta, la 
llave maestra de todos las habitaciones  de la casa. En cuanto a esta 
llavecita, es la del gabinete del fondo de  la gran galería del piso de 
abajo: abrid todo, andad por donde queráis,  pero os prohibo entrar en 
ese pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal  suerte que, si llegáis a 
abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar  de mi cólera. 
Ella prometió  observar estrictamente cuanto se le 
acababa de ordenar, y él, después  de besarla, sube a su carroza y sale 
de viaje. 
Las  vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a 
buscarlas para ir a casa  de la recién casada, de lo impacientes que 
estaban por ver todas las  riquezas de su casa, pues no se habían 
atrevido a ir cuando estaba el  marido, porque su barba azul les daba 
miedo. 
Y  ahí las tenemos recorriendo en seguida las 
habitaciones, los gabinetes,  los guardarropas, todos a cual más bellos y
 ricos. Después subieron a  los guardamuebles, donde no dejaban de 
admirar la cantidad y la belleza  de las tapicerías, de las camas, de 
los sofás, de los bargueños, de los  veladores, de las mesas y de los 
espejos, donde se veía uno de cuerpo  entero, y cuyos marcos, unos de 
cristal, otros de plata y otros de  plata recamada en oro, eran los más 
hermosos y magníficos que se pudo  ver jamás. No paraban de exagerar y 
envidiar la suerte de su amiga, que  sin embargo no se divertía a la 
vista de todas aquellas riquezas,  debido a la impaciencia que sentía 
por ir a abrir el gabinete del piso  de abajo. 
Se vio tan dominada por  la curiosidad, que, sin 
considerar que era una descortesía dejarlas  solas, bajó por una pequeña
 escalera secreta, y con tal precipitación,  que creyó romperse la 
cabeza dos o tres veces. 
Al  llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un 
rato, pensando en la  prohibición que su marido le había hecho, y 
considerando que podría  sucederle alguna desgracia por ser 
desobediente; pero la tentación era  tan fuerte, que no pudo resistirla:
 cogió la llavecita y, temblando,  abrió la puerta del gabinete. 
Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban
 cerradas;  después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba
  completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se  
reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a  
las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había  
casado y que había degollado una tras otra). Creyó que se moría de  
miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura,  
se le cayó de las manos. 
Después de  haberse recobrado un poco, recogió la 
llave, volvió a cerrar la puerta  y subió a su habitación para reponerse
 un poco; pero no lo conseguía,  de lo angustiada que estaba. 
Habiendo  notado que la llave estaba manchada de 
sangre, la limpió dos o tres  veces, pero la sangre no se iba; por más 
que la lavaba e incluso la  frotaba con arena y estropajo, siempre 
quedaba sangre, pues la llave  estaba encantada y no había manera de 
limpiarla del todo: cuando se  quitaba la sangre de un sitio, aparecía 
en otro. 
Barba  Azul volvió aquella misma noche de su viaje y 
dijo que había recibido  cartas en el camino que le anunciaban que el 
asunto por el cual se  había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su 
mujer hizo todo lo que  pudo por demostrarle que estaba encantada de su 
pronto regreso. 
Al  día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se 
las dio, pero con una  mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo 
lo que había pasado. 
-¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás? 
-Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó. 
-No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul. 
Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave. 
Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer: 
-¿Por qué tiene sangre esta llave? 
-No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte. 
-No  lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo 
sé: habéis querido  entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis 
en él e iréis a  ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis 
visto. 
Ella  se arrojó a los pies de su marido, llorando y 
pidiéndole perdón con  todas las muestras de un verdadero 
arrepentimiento por no haber sido  obediente. Hermosa y afligida como 
estaba, hubiera enternecido a una  roca; pero Barba Azul tenía el 
corazón más duro que una roca. 
-Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo. 
-Ya  que he de morir -le respondió, mirándole con los
 ojos bañados en  lágrimas-, dadme un poco de tiempo para encomendarme a
 Dios. 
-Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un momento más. 
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo: 
-Ana,  hermana mía (pues así se llamaba), por favor, 
sube a lo más alto de la  torre para ver si vienen mis hermanos; me 
prometieron que vendrían a  verme hoy, y, si los ves, hazles señas para 
que se den prisa. 
u hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre aflígida le gritaba de cuando en cuando: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
Y su hermana Ana le respondía: 
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. 
Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer: 
-¡Baja en seguida o subiré yo a por ti! 
-Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
Y su hermana Ana respondía: 
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. 
-¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por ti! 
-Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
-Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de aquel lado. 
-¿Son mis hermanos? 
-¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas. 
-¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul. 
-Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar: 
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? 
-Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos. 
-¡Alabado  sea Dios! -exclamó un momento después-. 
Son mis hermanos; estoy  hacíéndoles todas las señas que puedo para que 
se den prisa. 
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló. 
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada. 
-Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir. 
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza. 
La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse. 
- No, no -dijo-, encomiéndate a Dios. 
Y, levantando el brazo... 
En  aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, 
que Barba Azul se detuvo  bruscamente; tan pronto como la puerta se 
abrió vieron entrar a dos  caballeros que, espada en mano, se lanzaron 
directos hacia Barba Azul.  Él reconoció a los hermanos de su mujer, el 
uno dragón y el otro  mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse;
 pero los dos  hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon 
antes de que  pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con 
su espada y lo  dejaron muerto. 
La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos. 
Sucedió  que Barba Azul no tenía herederos, y así su 
mujer se convirtió en la  dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en
 casar a su hermana Ana  con un joven gentilhombre que la amaba desde 
hacía mucho tiempo; empleó  la otra parte en comprar cargos de capitán 
para sus dos hermanos; y el  resto en casarse ella también con un hombre
 muy honesto, que le hizo  olvidar los malos ratos que había pasado con 
Barba Azul.
PARA 6TO AÑO
consigna de trabajo
3-REALIZA UN ESQUEMA ATENDIENDO A LA ORGANIZACION DEL CUENTO
A- ESPACIO TIEMPO
B. PERSONAJES
C - DINAMICA DE LOS PERSONAJES- ACCIÓN
E- NUDO- CONFLICTO
F- FINAL
G- SENTIMIENTO
Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa, y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos.
El hada advirtió que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus 80 vasallos más leales y fuertes.
El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad".
Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días.
La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.
PARA 6TO AÑO
consigna de trabajo
1-ELIJE UNO DE ESTOS CUENTOS.
2- ILUSTRA UNO DE LOS PERSONAJES3-REALIZA UN ESQUEMA ATENDIENDO A LA ORGANIZACION DEL CUENTO
A- ESPACIO TIEMPO
B. PERSONAJES
C - DINAMICA DE LOS PERSONAJES- ACCIÓN
E- NUDO- CONFLICTO
F- FINAL
G- SENTIMIENTO
El hada del lago
EL HADA DEL LAGOHace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa, y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos.
El hada advirtió que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus 80 vasallos más leales y fuertes.
El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad".
Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días.
La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.
El sastrecillo valiente
No hace mucho                      tiempo que existía
 un humilde sastrecillo que se ganaba la                      vida 
trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su                 
     mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había        
              puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una
                      campesina que gritaba:  
—¡Rica                      mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.  
Este                      pregón sonó a gloria en sus
 oídos. Asomando el sastrecito                      su fina cabeza por 
la ventana, llamó:  
—¡Eh,                      mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!  
Subió                      la campesina los tres 
tramos de escalera con su pesada cesta                      a cuestas, y
 el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de                      
sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la                  
    nariz y, por fin, dijo:  
—Esta                      mermelada no me parece 
mala; así que pásame cuatro onzas,                      muchacha, y si 
te pasas del cuarto de libra, no vamos a                      pelearnos 
por eso.  
La                      mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada                      y refunfuñando:  
—¡Vaya!                      —exclamo el sastrecito, 
frotándose las manos—. ¡Que                      Dios me bendiga esta 
mermelada y me de salud y fuerza!  
Y,                      sacando el pan del armario, 
cortó una gran rebanada y la                      untó a su gusto. 
«Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero                      antes de 
probarla, terminaré esta chaqueta.»  
Dejó                      el pan sobre la mesa y 
reanudó la costura; y tan contento                      estaba, que las 
puntadas le salían cada vez mas largas.  
Mientras                      tanto, el dulce aroma 
que se desprendía del pan subía                      hasta donde estaban
 las moscas sentadas en gran número y éstas,                      
sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas                 
     legiones.  
—¡Eh,                      quién las invitó a 
ustedes! —dijo el sastrecito,                      tratando de espantar a
 tan indeseables huéspedes. Pero las                      moscas, que no
 entendían su idioma, lejos de hacerle caso,                      
volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.  
Por                      fin el sastrecito perdió la 
paciencia, sacó un pedazo de                      paño del hueco que 
había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen,                      que yo
 mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia                     
 un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño           
           y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.  
«¡De                      lo que soy capaz!», se 
dijo, admirado de su propia audacia.                      «La ciudad 
entera tendrá que enterarse de esto» y, de                      prisa y 
corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su                      
medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el                  
    siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.  
«¡Qué                      digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará                      de esto!»  
Y                      de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al                      corderito.  
Luego                      se ciñó el cinturón y se 
dispuso a salir por el mundo,                      convencido de que su 
taller era demasiado pequeño para su                      valentía. 
Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la                      
casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje;            
          pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el         
             bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había    
                  enredado en un matorral, y también se lo guardó en el 
                     bolsillo para que acompañara al queso. Luego se 
puso                      animosamente en camino, y como era ágil y 
ligero de pies,                      no se cansaba nunca.  
El                      camino lo llevó por una 
montaña arriba. Cuando llegó a lo                      mas alto, se 
encontró con un gigante que estaba allí                      sentado, 
mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se                      
le acercó animoso y le dijo:  
—¡Buenos                      días, camarada! ¿Qué, 
contemplando el ancho mundo? Por él                      me voy yo, 
precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a                      venir
 conmigo?  
El                      gigante lo miró con desprecio y dijo:  
—¡Quítate                      de mi vista, monigote, miserable criatura!  
—¿Ah,                      sí? —contestó el 
sastrecito, y, desabrochándose la                      chaqueta, le 
enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué                      clase de 
hombre soy!  
El                      gigante leyó: SIETE DE UN 
GOLPE, y pensando que se tratara                      de hombres 
derribados por el sastre, empezó a tenerle un                      poco 
de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba.                    
  Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas              
        de agua.  
—¡A                      ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!  
—¿Nada                      más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego                      de niños!  
Y                      metiendo la mano en el 
bolsillo sacó el queso y lo apretó                      hasta sacarle 
todo el jugo.  
—¿Qué                      me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?  
El                      gigante no supo qué 
contestar, y apenas podía creer que                      hiciera tal 
cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra                      
piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía                    
  seguirla.  
—Anda,                      pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.  
—Un                      buen tiro —dijo el sastre—, 
aunque la piedra volvió a                      caer a tierra. Ahora 
verás —y sacando al pájaro del                      bolsillo, lo arrojó 
al aire. El pájaro, encantado con su                      libertad, alzó
 rápido el vuelo y se perdió de vista.  
—¿Qué                      te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.  
—Tirar,                      sabes —admitió el 
gigante—. Ahora veremos si puedes                      soportar alguna 
carga digna de este nombre—y llevando al                      sastrecito
 hasta un inmenso roble que estaba derribado en el                      
suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a                
      sacar este árbol del bosque.  
—Con                      gusto —respondió el 
sastrecito—. Tú cárgate el tronco                      al hombro y yo me
 encargaré del ramaje, que es lo más                      pesado .  
En                      cuanto estuvo el tronco en su
 puesto, el sastrecito se                      acomodó sobre una rama, 
de modo que el gigante, que no podía                      volverse, tuvo
 de cargar también con él, además de todo                      el peso 
del árbol. El sastrecito iba de lo más contento                      
allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A                    
  caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de               
       cargar árboles fuese un juego de niños.  
El                      gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada                      carga, no pudo más y gritó:  
—¡Eh,                      tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!  
El                      sastre saltó ágilmente al 
suelo, sujetó el roble con los                      dos brazos, como si 
lo hubiese sostenido así todo el                      tiempo, y dijo:  
—¡Un                      grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un                      árbol!  
Siguieron                      andando y, al pasar 
junto a un cerezo, el gigante, echando                      mano a la 
copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó                      el
 árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo           
           a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil  
                    para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el 
gigante,                      volvió la copa a su primera posición, 
arrastrando consigo                      al sastrecito por los aires. 
Cayó al suelo sin hacerse daño,                      y el gigante le 
dijo:  
—¿Qué                      es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito                      enclenque?  
—No                      es que me falte fuerza 
—respondió el sastrecito—. ¿Crees                      que semejante 
minucia es para un hombre que mató a siete de                      un 
golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay                    
  unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales.           
           ¡Haz tú lo mismo, si puedes!  
El                      gigante lo intentó, pero se 
quedó colgando entre las                      ramas; de modo que también
 esta vez el sastrecito se llevó                      la victoria. Dijo 
entonces el gigante:  
—Ya                      que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la                      noche con nosotros.  
El                      sastrecito aceptó la 
invitación y lo siguió. Cuando                      llegaron a la 
caverna, encontraron a varios gigantes                      sentados 
junto al fuego: cada uno tenía en la mano un                      
cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a             
         su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi      
                taller.»  
El                      gigante le enseñó una cama y 
lo invitó a acostarse y                      dormir. La cama, sin 
embargo, era demasiado grande para el                      hombrecito; 
así que, en vez de acomodarse en ella, se                      acurrucó 
en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante                      que
 su invitado estaría profundamente dormido, se levantó                  
    y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un                
      formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse,         
             en la certeza de que había despachado para siempre a tan   
                   impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, 
sin                      acordarse ya del sastrecito, se disponían a 
marcharse al                      bosque cuando, de pronto, lo vieron 
tan alegre y tranquilo                      como de costumbre. Aquello 
fue más de lo que podían                      soportar, y pensando que 
iba a matarlos a todos, salieron                      corriendo, cada 
uno por su lado.  
El                      sastrecito prosiguió su 
camino, siempre con su puntiaguda                      nariz por 
delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de                      un 
palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a                   
   dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se            
          le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas       
               partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.  
—¡Ah!                      —exclamaron—. ¿Qué hace 
aquí tan terrible hombre de                      guerra, ahora que 
estamos en paz? Sin duda, será algún                      poderoso 
caballero.  
Y                      corrieron a dar la noticia al 
rey, diciéndole que en su                      opinión sería un hombre 
extremadamente valioso en caso de                      guerra y que en 
modo alguno debía perder la oportunidad de                      ponerlo a
 su servicio. Al rey le complació el consejo, y                      
envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta                
      tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia          
            junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y 
abría                      los ojos, le comunicó la proposición del rey.
  
—Justamente                      he venido con ese 
propósito —contestó el sastrecito—.                      Estoy dispuesto
 a servir al rey —así que lo recibieron                      
honrosamente y le prepararon toda una residencia para él                
      solo.  
Pero                      los soldados del rey lo 
miraban con malos ojos y, en                      realidad, deseaban 
tenerlo a mil millas de distancia.  
—¿En                      qué parará todo esto? 
—comentaban entre sí—. Si nos                      peleamos con él y la 
emprende con nosotros, a cada golpe                      derribará a 
siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.  
Tomaron,                      pues, la decisión de 
presentarse al rey y pedirle que los                      licenciase del
 ejército.  
—No                      estamos preparados —le 
dijeron— para luchar al lado de                      un hombre capaz de 
matar a siete de un golpe.  
El                      rey se disgustó mucho cuando 
vio que por culpa de uno iba a                      perder tan fieles 
servidores: ya se lamentaba hasta de haber                      visto al
 sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho                      
de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que                 
     acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en          
            el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin,    
                  encontró una solución.  
Mandó                      decir al sastrecito que, 
siendo tan poderoso hombre de armas                      como era, tenía
 una oferta que hacerle. En un bosque del país                      
vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus                  
    robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía       
               acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el 
sastrecito                      lograba vencer y exterminar a estos 
gigantes, recibiría la                      mano de su hija y la mitad 
del reino como recompensa. Además,                      cien soldados de
 caballería lo auxiliarían en la empresa.  
«¡No                      está mal para un hombre 
como tú!» se dijo el sastrecito.                      «Que a uno le 
ofrezcan una bella princesa y la mitad de un                      reino 
es cosa que no sucede todos los días.» Así que                      
contestó:  
—Claro                      que acepto. Acabaré muy 
pronto con los dos gigantes. Y no                      me hacen falta 
los cien jinetes. El que derriba a siete de                      un 
golpe no tiene por qué asustarse con dos.  
Así,                      pues, el sastrecito se puso
 en camino, seguido por cien                      jinetes. Cuando llegó a
 las afueras del bosque, dijo a sus                      seguidores:  
—Esperen                      aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.  
Y                      de un salto se internó en el 
bosque, donde empezó a buscar                      a diestro y 
siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los                      dos 
gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y                      
roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y              
        abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió              
        especialmente dos grandes piedras que guardó en los             
         bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por      
                una rama hasta situarse justo encima de los durmientes, 
y,                      acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no 
podía                      fallar) pues de lo contrario estaría perdido. 
 Los                      gigantes, al recibir cada 
uno un fuerte golpe con la piedra,                      despertaron 
echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un              
        empujón a su compañero y le dijo:  
—¿Por                      qué me pegas?  
—Estás                      soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.  
Se                      volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una                      piedra al segundo.  
—¿Qué                      significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me                      tiras piedras?  
—Yo                      no te he tirado nada —gruñó el primero.  
Discutieron                      todavía un rato; 
pero como los dos estaban cansados,                      dejaron las 
cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos.                      El
 sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más                     
 grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho             
         del primer gigante.  
—¡Esto                      ya es demasiado! 
—vociferó furioso. Y saltando como un                      loco, 
arremetió contra su compañero y lo empujó con tal                      
fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la               
       copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los      
                dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos 
árboles                      enteros y estuvieron aporreándose el uno al
 otro hasta que                      los dos cayeron muertos. Entonces 
bajó del árbol el                      sastrecito.  
«Suerte                      que no arrancaron el 
árbol en que yo estaba», se dijo, «pues                      habría 
tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal                    
  que nosotros los sastres somos livianos.»  
Y                      desenvainando la espada, dio 
un par de tajos a cada uno en                      el pecho. Enseguida 
se presentó donde estaban los                      caballeros y les 
dijo:  
—Se                      acabaron los gigantes, 
aunque debo confesar que la faena fue                      dura. Se 
pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle                   
   con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un           
           golpe!  
—¿Y                      no estás herido? —preguntaron los jinetes.  
—No                      piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera,                      despeinado.  
Los                      jinetes no podían creerlo. 
Se internaron con él en el                      bosque y allí 
encontraron a los dos gigantes flotando en su                      
propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de              
        cuajo.  
El                      sastrecito se presentó al rey
 para pedirle la recompensa                      ofrecida; pero el rey 
se hizo el remolón y maquinó otra                      manera de 
deshacerse del héroe.  
—Antes                      de que recibas la mano de
 mi hija y la mitad de mi reino                      —le dijo—, tendrás 
que llevar a cabo una nueva hazaña.                      Por el bosque 
corre un unicornio que hace grandes destrozos,                      y 
debes capturarlo primero.  
—Menos                      temo yo a un unicornio 
que a dos gigantes —respondió el                      sastrecito—-Siete 
de un golpe: ésa es mi especialidad.  
Y                      se internó en el bosque con un
 hacha y una cuerda, después                      de haber rogado a sus 
seguidores que lo aguardasen afuera.  
No                      tuvo que buscar mucho. El 
unicornio se presentó de pronto y                      lo embistió 
ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez                      con su
 único cuerno.  
—Poco                      a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el                      sastrecito.  
Plantándose                      muy quieto delante 
de un árbol, esperó a que el unicornio                      estuviese 
cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del                      
árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el                 
     cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más        
              que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.  
«¡Ya                      cayó el pajarito!», dijo el
 sastre, saliendo de detrás                      del árbol. Ató la 
cuerda al cuello de la bestia, cortó el                      cuerno de 
un hachazo y llevó su presa al rey.  
Pero                      éste aún no quiso 
entregarle el premio ofrecido y le exigió                      un tercer
 trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el                      
sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba                
      por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría          
            con la ayuda de los cazadores.  
—¡No                      faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de                      niños!  
Dejó                      a los cazadores a la 
entrada del bosque, con gran alegría                      de ellos, pues
 de tal modo los había recibido el feroz                      jabalí en 
otras ocasiones, que no les quedaban ganas de                      
enfrentarse con él de nuevo.  
Tan                      pronto vio al sastrecito, el
 jabalí lo acometió con los                      agudos colmillos de su 
boca espumeante, y ya estaba a punto                      de derribarlo,
 cuando el héroe huyó a todo correr, se                      precipitó 
dentro de una capilla que se levantaba por                      aquellas
 cercanías. subió de un salto a la ventana del                      
fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí              
        se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito        
              había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe,  
                    con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, 
pues era                      demasiado torpe y pesada para saltar a su 
vez por la                      ventana. El sastrecito se apresuró a 
llamar a los                      cazadores, para que la contemplasen 
con su propios ojos.  
 El                      rey tuvo ahora que cumplir 
su promesa y le dio la mano de su                      hija y la mitad 
del reino, agregándole: «Ya                      eres mi heredero al 
trono». 
 Se                      celebró la boda con gran 
esplendor, y allí fue que se                      convirtió en todo un 
rey el sastrecito valiente. 
 | 
Simbad el marino
Hace muchos, muchísmos años, en la ciudad de Bagdag 
vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se
 veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía 
como Simbad el Cargador. 
- ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía! 
Quiso el destino que sus quejas fueran oídas   por 
el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera 
entrar al joven. 
A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones. 
En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las 
más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había 
sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló 
de la siguiente manera: 
-Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras... 
" Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna 
considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y 
miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos 
mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar
 a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en 
realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el 
barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta 
llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el
 primer barco que zarpó de vuelta a Bagdag..." 
L legado a este punto, Simbad el Marino interrumpió 
su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera 
al día siguiente. 
Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas... 
" Volví  a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí. 
L legué hasta un profundo valle sembrado de 
diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo 
de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como 
alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar." 
Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle
 al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día 
siguiente... 
"Hubiera podido quedarme en Bagdag disfrutando de la
 fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien
 hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó. 
Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos
 terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron 
hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al 
llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca 
ardiente en su único ojo  y escapamos de aquel espantoso lugar. 
De vuelta a Bagdag, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..." 
Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro. 
"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi
 barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de 
antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero 
al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el 
marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último 
momento, logré escaparme y regresé a Bagdag cargado de joyas..." 
Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando 
las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 
100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo 
de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas
 veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna. 
El anciano Simbad le contó que, en el último de sus 
viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su 
misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante 
furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su
 poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer 
sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio 
de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar 
más elefantes. 
S imbad así lo comprendió y, presentándose ante su 
amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En 
agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y 
valiosos regalos. 
"Regresé a Bagdag y ya no he vuelto a embarcarme 
-continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares
 de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he 
conocido todos los padecimientos." 
Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a 
Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad
 aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de  ningún 
fardo... 
 | 
No hay comentarios:
Publicar un comentario