BUENOS DÍAS NIÑOS!!!
tienen tres actividades para hacer-
las realizan en el cuaderno de lenguaje y en el de matemáticas.
mañana corregimos.
buena jornada!!!!
va la primera....
consigna de trabajo
tienen tres actividades para hacer-
las realizan en el cuaderno de lenguaje y en el de matemáticas.
mañana corregimos.
buena jornada!!!!
va la primera....
consigna de trabajo
1-ELIJE UNO DE ESTOS CUENTOS.
2- ILUSTRA UNO DE LOS PERSONAJES
3- REALIZA BREVEMENTE UN COMENTARIO DEL MISMO COMO SI FUERA LA CONTRATAPA DEL LIBRO CON LA INFORMACIÓN AL RESPECTO
PARA 4TO AÑO
3- REALIZA BREVEMENTE UN COMENTARIO DEL MISMO COMO SI FUERA LA CONTRATAPA DEL LIBRO CON LA INFORMACIÓN AL RESPECTO
PARA 4TO AÑO
Bambi
Érase una vez un bosque donde vivían muchos animales y
donde todos eran muy amiguitos. Una mañana un pequeño conejo llamado
Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño cervatillo que
acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a
conocer a Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se
hicieron muy amigos de él y le fueron enseñando todo lo que había en el
bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos animales,
pues para Bambi todo era desconocido.
Todos los días se juntaban en un claro del bosque
para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo llevó a ver a su padre que
era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y
de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron
ladridos de un perro. “¡Corre, corre Bambi! -dijo el padre- ponte a
salvo”. “¿Por qué, papi?”, preguntó Bambi. Son los hombres y cada vez
que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando
los oigas debes de huir y buscar refugio.
Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo
que debía de saber pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el
encargado de cuidar a la manada. Más tarde, Bambi conoció a una pequeña
cervatilla que era muy muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró
enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un
perro y Bambi pensó: “¡Son los hombres!”, e intentó huir, pero cuando se
dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le quedó más remedio que
enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo,
trató de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y
al saltar, los cazadores le dispararon y Bambi quedó herido.
Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le
ayudaron a pasar el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a
salvo de los hombres, cuando lo lograron le curaron las heridas y se
puso bien muy pronto.
Pasado el tiempo, nuestro protagonista había crecido
mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo
reconocerlo pues había cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos.
El búho ya estaba viejecito y Tambor se había casado con una conejita y
tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño
cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque,
igual que pasó cuando él nació. Vivieron todos muy felices y Bambi era
ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que antes lo hizo su
papá, que ya era muy mayor para hacerlo.
El enano saltarín
Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió
pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía
un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el
molinero mintió para darse importancia: - Además de bonita, es capaz de
convertir la paja en oro hilándola con una rueca. El rey, francamente
contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la
llevó con él a palacio.
Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a
la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había
también una rueca: - Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre
decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás
desterrada. La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció
un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su
collar.
La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas,
zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las
canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación
refulgía por el oro. Cuando el rey vio la proeza, guiado por la
avaricia, espetó: - Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación.
- Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del
día anterior.
La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible
cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín:
- ¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro? - preguntó al
hacerse visible. - Sólo tengo esta sortija - Dijo la doncella
tendiéndole el anillo. - Empecemos pues, - respondió el enano. Y
zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado.
Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando
comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: - Repetirás la
hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa - Pues pensaba
que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con
dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el
grotesco enano: - ¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema? -
Preguntó, saltando, a la chica.
- No tengo más joyas que ofrecerte - y pensando que
esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. - Bien, en ese caso, me
darás tu primer hijo - demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: “Quién
sabe cómo irán las cosas en el futuro” - Dijo para sus adentros. Y como
ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que
el extraño ser la hilaba.
Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos
brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus
súbditos para la celebración de los esponsales. Vivieron ambos felices y
al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había
olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por
eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín
reclamando su recompensa.
- Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza,
te daré todo lo que quieras. - ¿Cómo puedes comparar el valor de una
vida con algo material? Quiero a tu hijo - exigió el desaliñado enano.
Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: - Tienes tres
días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te
quedes con el niño.
Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita
para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.
Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por
todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota
de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña
cantando: - “Yo sólo tejo, a nadie amo y Rumpelstilzchen me llamo”
Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó
su propio nombre a la reina, ésta le contestó: - ¡Te llamas
Rumpelstilzchen! - ¡No puede ser! - gritó él - ¡No lo puedes saber! ¡Te
lo ha dicho el diablo! - Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una
patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y
cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.
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El ratoncito Pérez
Erase una vez Pepito Pérez , que era un pequeño ratoncito de ciudad ,
vivía con su familia en un agujerito de la pared de un edificio. El agujero no era muy grande pero era muy cómodo, y allí no les faltaba la comida. Vivían junto a una panadería, por las noches él y su padre iban a coger harina y todo lo que encontraban para comer. Un día Pepito escuchó un gran alboroto en el piso de arriba. Y como ratón curioso que era trepó y trepó por las cañerías hasta llegar a la primera planta. Allí vió un montón de aparatos, sillones, flores, cuadros..., parecía que alguien se iba a instalar allí. Al día siguiente Pepito volvió a subir a ver qué era todo aquello, y descubrió algo que le gustó muchísimo. En el piso de arriba habían puesto una clínica dental. A partir de entonces todos los días subía a mirar todo lo que hacía el doctor José Mª. Miraba y aprendía, volvía a mirar y apuntaba todo lo que podía en una pequeña libreta de cartón. Después practicaba con su familia lo que sabía. A su madre le limpió muy bien los dientes, a su hermanita le curó un dolor de muelas con un poquito de medicina. Y así fue como el ratoncito Pérez se fue haciendo famoso. Venían ratones de todas partes para que los curara. Ratones de campo con una bolsita llena de comida para él, ratones de ciudad con sombrero y bastón, ratones pequeños, grandes, gordos, flacos... Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la boca. Pero entonces empezaron a venir ratones ancianos con un problema más grande. No tenían dientes y querían comer turrón, nueces, almendras, y todo lo que no podían comer desde que eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó y pensó cómo podía ayudar a estos ratones que confiaban en él. Y, como casi siempre que tenía una duda, subió a la clínica dental a mirar. Allí vió cómo el doctor José Mª le ponía unos dientes estupendos a un anciano. Esos dientes no eran de personas, los hacían en una gran fábrica para los dentistas. Pero esos dientes, eran enormes y no le servían a él para nada. Entonces, cuando ya se iba a ir a su casa sin encontrar la solución, apareció en la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente de leche para que le saliera rápido el diente fuerte y grande. El doctor se lo quitó y se lo dió de recuerdo. El ratoncito Pérez encontró la solución: "Iré a la casa de ese niño y le compraré el diente", pensó. Lo siguió por toda la ciudad y cuando por fin llegó a la casa, se encontró con un enorme gato y no pudo entrar. El ratoncito Pérez se esperó a que todos se durmieran y entonces entró a la habitación del niño. El niño se había dormido mirando y mirando su diente, y lo había puesto debajo de su almohada. Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho encontrar el diente, pero al fin lo encontró y le dejó al niño un bonito regalo. A la mañana siguiente el niño vió el regalo y se puso contentísimo y se lo contó a todos sus amigos del colegio. Y a partir de ese día, todos los niños dejan sus dientes de leche debajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les deja a cambio un bonito regalo. cuento se ha acabado. | |||||||||||
PARA 5TO AÑO
consigna de trabajo
1-ELIJE UNO DE ESTOS CUENTOS.
2- ILUSTRA UNO DE LOS PERSONAJES3- REALIZA BREVEMENTE UN COMENTARIO DEL MISMO COMO SI FUERA LA CONTRATAPA DEL LIBRO CON LA INFORMACIÓN AL RESPECTO
Piel de asno
Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su
pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que
era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la
elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos
felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo
había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se
lamentaban de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia
reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los
cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus
caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del
mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que
acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más
destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era
por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar
especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían
semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan
extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada
mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran
recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan
tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están
mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese
aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la
ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y
enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la
tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los
templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan
querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros…
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó
las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba
de más hablarle de un segundo matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.
—El Estado, repuso la reina con una firmeza que
aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige
sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que
tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me
habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta
que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra
promesa, y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía de amor
propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo
podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a
casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde:
llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue
su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además, los
consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey
que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar
nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a
todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta
esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como una
bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina
fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su
tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las
cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle
a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la
llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían
considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su
dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la
ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que
lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas
cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero
ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no
tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su
hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba
largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la
atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan
violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había
resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su
promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó
desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey
su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara
a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado
proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la
conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que
religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de
ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el
espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer,
que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su
hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo
abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar
órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en
recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa
misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos
los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a
la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle,
pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente
todo lo que le indicaría.
—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy
grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo,
podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es
preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su
amor y su poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la
mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había
aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno
hasta tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella le daba,
reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la
condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a
todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos
días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más
bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser
desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir
del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a
la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado,
le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó
buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan
apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y
traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada
por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió
desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido
color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás
podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el
enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su
corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no
economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que
cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron
que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se
había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió
confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían
dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de
lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol,
se puso roja de ira.
—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la
princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una
terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree
tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el
pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y
que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de
decirle que deseáis esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una nueva manera
de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se
resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de
tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló
en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente
llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su
desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa
arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es
el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del
palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se
sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo
me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a
todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo
vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi
varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis
vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en
partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó
que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse
refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio
sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey,
que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e
inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros
en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a
los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos,
muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero,
aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué
nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a
cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta
para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los
puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso
entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan
cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde,
durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la
servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.
Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto
empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su
protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando
era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si
nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus
bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de agua
clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió
mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje,
la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó
toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que
el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de
bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel
para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así
pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar
sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su
cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel
magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma
con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno
todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que
hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos
mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos
testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban
igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con
que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto
su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta
granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe
era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su
madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación
campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y
todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón
sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la
curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a
una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y
modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó
en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el
respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese
callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en
ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba
Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan
mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían
tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se
dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil
hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre,
indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la
imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se
lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de
hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor
de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que
pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía
este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran
inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos;
éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe.
Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo
este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo,
fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de
que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena
para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se
estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de
agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba
que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus
padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar
un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy
débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi
padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante
mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a
las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien
sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre,
a cualquier precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es
muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del
rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te
será acordado.
—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que
descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si
pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía,
deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha,
me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por
casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo;
una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros
pavos.
—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de
caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En
una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se
trata le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el
príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había
visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel
príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido
olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir
de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a
conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y
rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata
brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida:
usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba,
ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo
cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo
cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial,
a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse
contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y
se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de
pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se
ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó
diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó,
al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo
círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más
hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas,
y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba
imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no
se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta,
que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que
había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y
tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos
simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no
sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba
enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se
desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca,
afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque
fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey.
El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de
sus días, les dijo:
—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza
que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la
esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien
le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo
sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron
con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no
podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey,
abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los
tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por
los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el
anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero
del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las duquesas,
las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado
los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las
modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado
gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el
anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que no
tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado
infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las
cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron,
pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el
anillo más allá de la una.
—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa; que había escuchado los tambores y los
gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que
provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor
es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de
que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues,
una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su
anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse
cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda
llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan
pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para
presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno,
abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que
el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de
estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien,
sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a
creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y
confundido por haberse equivocado, le dijo:
—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
—Sí, su señoría, respondió ella.
—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la
reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando
de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y
sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del
mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta
apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía
estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un
ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues
el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería
casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el
amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las
gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas,
bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó,
con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel de
Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el
príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor
creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la
princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos
apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le
hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado
que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su
padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación,
sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba
todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de
manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes,
sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los
ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había
olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy
hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en
el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo
de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a
quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa
imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias,
sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo
ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la
resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de
tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no
hubieran muerto cien años después.
Barba azul
Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en
la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de
brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel
hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible,
que no había mujer ni joven que no huyera de él.
Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas
sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección
que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo
pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por
esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les
gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía qué
había sido de ellas.
Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su
madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de
la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días
enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y
festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche
gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la
menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no
tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto.
En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio.
Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que
tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas,
por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante
su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si
quería y que no dejase de comer bien.
-Éstas son -le dijo- las llaves de los dos grandes
guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a
diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la
plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la
llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta
llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de
abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohibo entrar en
ese pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal suerte que, si llegáis a
abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera.
Ella prometió observar estrictamente cuanto se le
acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale
de viaje.
Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a
buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que
estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían
atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba
miedo.
Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las
habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y
ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de
admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de
los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los
espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de
cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más
hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y
envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la
vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía
por ir a abrir el gabinete del piso de abajo.
Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin
considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña
escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la
cabeza dos o tres veces.
Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un
rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y
considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser
desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla:
cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban
cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba
completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se
reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a
las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había
casado y que había degollado una tras otra). Creyó que se moría de
miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura,
se le cayó de las manos.
Después de haberse recobrado un poco, recogió la
llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse
un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba.
Habiendo notado que la llave estaba manchada de
sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más
que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre
quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no había manera de
limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía
en otro.
Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y
dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el
asunto por el cual se había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su
mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su
pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se
las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo
lo que había pasado.
-¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?
-Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó.
-No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul.
Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave.
Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:
-¿Por qué tiene sangre esta llave?
-No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.
-No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo
sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis
en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis
visto.
Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y
pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero
arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como
estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el
corazón más duro que una roca.
-Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo.
-Ya que he de morir -le respondió, mirándole con los
ojos bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para encomendarme a
Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un momento más.
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor,
sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me
prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para
que se den prisa.
u hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre aflígida le gritaba de cuando en cuando:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana le respondía:
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:
-¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!
-Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
-¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por ti!
-Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de aquel lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas.
-¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul.
-Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar:
-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento después-.
Son mis hermanos; estoy hacíéndoles todas las señas que puedo para que
se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada.
-Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir.
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza.
La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse.
- No, no -dijo-, encomiéndate a Dios.
Y, levantando el brazo...
En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta,
que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se
abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron
directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el
uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse;
pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon
antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con
su espada y lo dejaron muerto.
La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su
mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en
casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde
hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán
para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre
muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con
Barba Azul.
PARA 6TO AÑO
consigna de trabajo
3-REALIZA UN ESQUEMA ATENDIENDO A LA ORGANIZACION DEL CUENTO
A- ESPACIO TIEMPO
B. PERSONAJES
C - DINAMICA DE LOS PERSONAJES- ACCIÓN
E- NUDO- CONFLICTO
F- FINAL
G- SENTIMIENTO
Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa, y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos.
El hada advirtió que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus 80 vasallos más leales y fuertes.
El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad".
Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días.
La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.
PARA 6TO AÑO
consigna de trabajo
1-ELIJE UNO DE ESTOS CUENTOS.
2- ILUSTRA UNO DE LOS PERSONAJES3-REALIZA UN ESQUEMA ATENDIENDO A LA ORGANIZACION DEL CUENTO
A- ESPACIO TIEMPO
B. PERSONAJES
C - DINAMICA DE LOS PERSONAJES- ACCIÓN
E- NUDO- CONFLICTO
F- FINAL
G- SENTIMIENTO
El hada del lago
EL HADA DEL LAGOHace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres llenaran la tierra y construyeran sus grandes ciudades , existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y custodiado por un hada, al que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa, y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos.
El hada advirtió que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia lo desconocido con sus 80 vasallos más leales y fuertes.
El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que enfrentar a terribles bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago. No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad".
Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo por el resto de sus días.
La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.
El sastrecillo valiente
No hace mucho tiempo que existía
un humilde sastrecillo que se ganaba la vida
trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su
mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había
puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una
campesina que gritaba:
—¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.
Este pregón sonó a gloria en sus
oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por
la ventana, llamó:
—¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!
Subió la campesina los tres
tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y
el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de
sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la
nariz y, por fin, dijo:
—Esta mermelada no me parece
mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si
te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos
por eso.
La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:
—¡Vaya! —exclamo el sastrecito,
frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta
mermelada y me de salud y fuerza!
Y, sacando el pan del armario,
cortó una gran rebanada y la untó a su gusto.
«Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero antes de
probarla, terminaré esta chaqueta.»
Dejó el pan sobre la mesa y
reanudó la costura; y tan contento estaba, que las
puntadas le salían cada vez mas largas.
Mientras tanto, el dulce aroma
que se desprendía del pan subía hasta donde estaban
las moscas sentadas en gran número y éstas,
sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas
legiones.
—¡Eh, quién las invitó a
ustedes! —dijo el sastrecito, tratando de espantar a
tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no
entendían su idioma, lejos de hacerle caso,
volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.
Por fin el sastrecito perdió la
paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que
había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo
mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia
un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño
y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte.
«¡De lo que soy capaz!», se
dijo, admirado de su propia audacia. «La ciudad
entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y
corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su
medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el
siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE.
«¡Qué digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!»
Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.
Luego se ciñó el cinturón y se
dispuso a salir por el mundo, convencido de que su
taller era demasiado pequeño para su valentía.
Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la
casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje;
pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el
bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había
enredado en un matorral, y también se lo guardó en el
bolsillo para que acompañara al queso. Luego se
puso animosamente en camino, y como era ágil y
ligero de pies, no se cansaba nunca.
El camino lo llevó por una
montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se
encontró con un gigante que estaba allí sentado,
mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se
le acercó animoso y le dijo:
—¡Buenos días, camarada! ¿Qué,
contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo,
precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir
conmigo?
El gigante lo miró con desprecio y dijo:
—¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!
—¿Ah, sí? —contestó el
sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le
enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué clase de
hombre soy!
El gigante leyó: SIETE DE UN
GOLPE, y pensando que se tratara de hombres
derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco
de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba.
Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas
de agua.
—¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!
—¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!
Y metiendo la mano en el
bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle
todo el jugo.
—¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?
El gigante no supo qué
contestar, y apenas podía creer que hiciera tal
cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra
piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía
seguirla.
—Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.
—Un buen tiro —dijo el sastre—,
aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora
verás —y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó
al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó
rápido el vuelo y se perdió de vista.
—¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.
—Tirar, sabes —admitió el
gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna
carga digna de este nombre—y llevando al sastrecito
hasta un inmenso roble que estaba derribado en el
suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a
sacar este árbol del bosque.
—Con gusto —respondió el
sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me
encargaré del ramaje, que es lo más pesado .
En cuanto estuvo el tronco en su
puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama,
de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo
de cargar también con él, además de todo el peso
del árbol. El sastrecito iba de lo más contento
allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A
caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de
cargar árboles fuese un juego de niños.
El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:
—¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!
El sastre saltó ágilmente al
suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si
lo hubiese sostenido así todo el tiempo, y dijo:
—¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!
Siguieron andando y, al pasar
junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la
copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el
árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo
a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil
para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el
gigante, volvió la copa a su primera posición,
arrastrando consigo al sastrecito por los aires.
Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le
dijo:
—¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?
—No es que me falte fuerza
—respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante
minucia es para un hombre que mató a siete de un
golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay
unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales.
¡Haz tú lo mismo, si puedes!
El gigante lo intentó, pero se
quedó colgando entre las ramas; de modo que también
esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo
entonces el gigante:
—Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.
El sastrecito aceptó la
invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la
caverna, encontraron a varios gigantes sentados
junto al fuego: cada uno tenía en la mano un
cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a
su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi
taller.»
El gigante le enseñó una cama y
lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin
embargo, era demasiado grande para el hombrecito;
así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó
en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que
su invitado estaría profundamente dormido, se levantó
y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un
formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse,
en la certeza de que había despachado para siempre a tan
impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes,
sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a
marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron
tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello
fue más de lo que podían soportar, y pensando que
iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada
uno por su lado.
El sastrecito prosiguió su
camino, siempre con su puntiaguda nariz por
delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un
palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a
dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se
le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas
partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE.
—¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace
aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que
estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso
caballero.
Y corrieron a dar la noticia al
rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre
extremadamente valioso en caso de guerra y que en
modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a
su servicio. Al rey le complació el consejo, y
envió a uno de sus nobles para que le hiciese una oferta
tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia
junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y
abría los ojos, le comunicó la proposición del rey.
—Justamente he venido con ese
propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto
a servir al rey —así que lo recibieron
honrosamente y le prepararon toda una residencia para él
solo.
Pero los soldados del rey lo
miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban
tenerlo a mil millas de distancia.
—¿En qué parará todo esto?
—comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la
emprende con nosotros, a cada golpe derribará a
siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele.
Tomaron, pues, la decisión de
presentarse al rey y pedirle que los licenciase del
ejército.
—No estamos preparados —le
dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de
matar a siete de un golpe.
El rey se disgustó mucho cuando
vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles
servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al
sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho
de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que
acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en
el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin,
encontró una solución.
Mandó decir al sastrecito que,
siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía
una oferta que hacerle. En un bosque del país
vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus
robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía
acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el
sastrecito lograba vencer y exterminar a estos
gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad
del reino como recompensa. Además, cien soldados de
caballería lo auxiliarían en la empresa.
«¡No está mal para un hombre
como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le
ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino
es cosa que no sucede todos los días.» Así que
contestó:
—Claro que acepto. Acabaré muy
pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta
los cien jinetes. El que derriba a siete de un
golpe no tiene por qué asustarse con dos.
Así, pues, el sastrecito se puso
en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a
las afueras del bosque, dijo a sus seguidores:
—Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.
Y de un salto se internó en el
bosque, donde empezó a buscar a diestro y
siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos
gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y
roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y
abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió
especialmente dos grandes piedras que guardó en los
bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por
una rama hasta situarse justo encima de los durmientes,
y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no
podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido.
Los gigantes, al recibir cada
uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron
echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un
empujón a su compañero y le dijo:
—¿Por qué me pegas?
—Estás soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.
Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.
—¿Qué significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras?
—Yo no te he tirado nada —gruñó el primero.
Discutieron todavía un rato;
pero como los dos estaban cansados, dejaron las
cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El
sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más
grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho
del primer gigante.
—¡Esto ya es demasiado!
—vociferó furioso. Y saltando como un loco,
arremetió contra su compañero y lo empujó con tal
fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la
copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los
dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos
árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al
otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces
bajó del árbol el sastrecito.
«Suerte que no arrancaron el
árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría
tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal
que nosotros los sastres somos livianos.»
Y desenvainando la espada, dio
un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida
se presentó donde estaban los caballeros y les
dijo:
—Se acabaron los gigantes,
aunque debo confesar que la faena fue dura. Se
pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle
con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un
golpe!
—¿Y no estás herido? —preguntaron los jinetes.
—No piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado.
Los jinetes no podían creerlo.
Se internaron con él en el bosque y allí
encontraron a los dos gigantes flotando en su
propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de
cuajo.
El sastrecito se presentó al rey
para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey
se hizo el remolón y maquinó otra manera de
deshacerse del héroe.
—Antes de que recibas la mano de
mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás
que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque
corre un unicornio que hace grandes destrozos, y
debes capturarlo primero.
—Menos temo yo a un unicornio
que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete
de un golpe: ésa es mi especialidad.
Y se internó en el bosque con un
hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus
seguidores que lo aguardasen afuera.
No tuvo que buscar mucho. El
unicornio se presentó de pronto y lo embistió
ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su
único cuerno.
—Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito.
Plantándose muy quieto delante
de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese
cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del
árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el
cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más
que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero.
«¡Ya cayó el pajarito!», dijo el
sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la
cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de
un hachazo y llevó su presa al rey.
Pero éste aún no quiso
entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer
trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el
sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba
por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría
con la ayuda de los cazadores.
—¡No faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños!
Dejó a los cazadores a la
entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues
de tal modo los había recibido el feroz jabalí en
otras ocasiones, que no les quedaban ganas de
enfrentarse con él de nuevo.
Tan pronto vio al sastrecito, el
jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su
boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo,
cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó
dentro de una capilla que se levantaba por aquellas
cercanías. subió de un salto a la ventana del
fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí
se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito
había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe,
con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera,
pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su
vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a
llamar a los cazadores, para que la contemplasen
con su propios ojos.
El rey tuvo ahora que cumplir
su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad
del reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al
trono».
Se celebró la boda con gran
esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un
rey el sastrecito valiente.
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Simbad el marino
Hace muchos, muchísmos años, en la ciudad de Bagdag
vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se
veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía
como Simbad el Cargador.
- ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!
Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por
el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera
entrar al joven.
A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones.
En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las
más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había
sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló
de la siguiente manera:
-Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras...
" Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna
considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y
miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos
mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar
a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en
realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el
barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta
llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el
primer barco que zarpó de vuelta a Bagdag..."
L legado a este punto, Simbad el Marino interrumpió
su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera
al día siguiente.
Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas...
" Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.
L legué hasta un profundo valle sembrado de
diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo
de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como
alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."
Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle
al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día
siguiente...
"Hubiera podido quedarme en Bagdag disfrutando de la
fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien
hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó.
Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos
terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron
hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al
llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca
ardiente en su único ojo y escapamos de aquel espantoso lugar.
De vuelta a Bagdag, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..."
Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.
"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi
barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de
antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero
al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el
marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último
momento, logré escaparme y regresé a Bagdag cargado de joyas..."
Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando
las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre
100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo
de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas
veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.
El anciano Simbad le contó que, en el último de sus
viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su
misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante
furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su
poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer
sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio
de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar
más elefantes.
S imbad así lo comprendió y, presentándose ante su
amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En
agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y
valiosos regalos.
"Regresé a Bagdag y ya no he vuelto a embarcarme
-continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares
de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he
conocido todos los padecimientos."
Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a
Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad
aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún
fardo...
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