“A la mañana, el cielo
invernal estaba despejado y los hombres y las mujeres ya levantados se ocupaban
de sus tareas. Los hombres estaban prontos para ir de cacería, las mujeres
trabajaban los cueros, cuidaban el fuego, hacían la comida y vigilaban a los
niños, mientras los viejos, sentados, juntos, hablaban de tiempos
lejanos.
Bilu se levantó y se acercó
a los otros niños. Escuchaba el canto de los pájaros y podía ver, alzándose con
pereza, el pequeño cerro donde hacía muy poco había enterrado al padre de su
padre. Recordaba la muerte del anciano y la cara seria de su hijo… también
recordaba cómo su padre, para expresar su dolor, se había cortado la punta de
los dedos, apretando los dientes, levantando la mano ensangrentada para que
todos lo vieran. Bilu sabía que algún día él tendría que hacer lo mismo y que
entonces tendría que demostrar la valentía de un guerrero.
Pero ahora, con la pradera
extendida como una alfombra mansa, blanqueada por la helada, sólo pensaba en
jugar con los otros niños. Abrigados con sus cueros, con ramas que imitaban
lanzas de verdad o con boleadoras hechas con juncos y piedras, ellos salieron a
recorrer la zona. Sabían que no debían alejarse, los mayores eran estrictos con
eso. Podía haber peligros acechando de tras de las rocas: pumas o jaguares que,
aunque solían asustarse ante la presencia de los indios…, eran bichos
traicioneros. También estaban las víboras que podían matar de una sola mordida.
No, los niños no debían
alejarse demasiado, pero si podían tratar de cazar mulitas o pájaros, espiar
entre las malezas a los osos hormigueros o jugar a las pequeñas guerras en las
que, imitando a sus padres, siempre vencían. Porque los niños del campamento
creían lo que enseñaban los mayores: los charrúas siempre debían vencer y para
eso tenían que ganarle al miedo.
Esa noche, cuando Bilu se
resistía a dormir y el frío volvía a caer como un manto sobre las chozas… el
cacique hablaba de atacar a una tribu cercana. Ya habían llegado algunos
enviados de otros campamentos charrúas por lo que todo estaría pronto para el
día siguiente: un gran ataque –rápido, mortal-, contra los guaraníes… Si todo
estaba bien, los caciques se saludaban, hablaban brevemente y luego seguían su
camino. Otras veces las cosas no eran así y había lucha entre los propios
charrúas para conseguir alimentos, cueros, un mejor lugar donde acampar o robar
mujeres… Pero esa noche se notaba que algo diferente sucedía. Había allí gente
de otros campamentos y eso no era común. Los hombres hablaron más que de
costumbre… esa noche su padre no durmió con ellos, ya que debía vigilar el
campamento.
A la mañana siguiente Bilu
despertó y salió de la choza: los hombres ya no estaban; la tarea de vigilar era
ahora de los viejos. Las mujeres seguían con sus tareas. Bilu se acercó a su
madre y la observó un rato, viendo como ablandaba un cuero golpeándolo con una
piedra grande. Ella hablaba muy poco, al igual que todos los charrúas, pero esta
vez tenía algo diferente en la cara… Quizá pensara en su hombre, allá, quién
sabe donde, peleando a matar o morir. Quizá pensara que él no iba a volver
(…)
Cuatro soles y cuatro lunas
subieron y bajaron del cielo, hasta que una tarde, cuando los niños perseguían
con palos una culebra por la loma, vieron a la distancia el grupo de guerreros
que regresaba. Bilu reconoció a su padre y se sintió feliz. Pero otros guerreros
a quienes conocía ya no estaban… detrás de los hombres, que traían pieles y
otros objetos, venía un grupo de mujeres silenciosas, atadas, con la cabeza
gacha, y a su costado, con cara de miedo, un grupo de niños.
(…) Así era la palabra de
los más viejos: sólo se mataba a los otros guerreros, a los enemigos, a los que
resistían, pero nunca a los viejos, mujeres o niños, esa era la ley que seguían
desde el principio de los tiempos. Esa era la razón por la cuál seguían
existiendo.
Bilu vio a un niño guaraní
como de su misma edad…, al que llamaron Imau, porque tenía grandes orejas, se
hicieron amigos y lograron comunicarse. Imau le contó una historia increíble,
una historia que había escuchado a los hombres de su tribu durante una noche de
fogata. Un prisionero de otro campamento guaraní les había contado que un día,
hacía tiempo, cuando avanzaban por los cerros de arena frente al agua grande,
habían visto una montaña en el horizonte. Esa montaña creció y creció,
acercándose más y más, hasta que escondidos y llenos de pavor, pudieron ver a
unos seres extraños y blancos, con pelo en la cara como los carpinchos. Ellos
brillaban bajo el sol… entonces todos supieron que se trataba de algo
desconocido, seres salidos del agua. Ni siquiera estaban seguros de qué eran
aquellos extraños, si eran hombres igual que ellos o bestias. Así que esperaron
en silencio y se prepararon… los hombres con pelo en la cara llegaron a las
costas en pequeñas lanchas y cuando pusieron pié sobre la arena, cuando sus
cuerpos brillaron otra vez con esa luz terrible, se levantó el
ataque.
El combate fue feroz. Los
hombres pálidos hacían sonar truenos con unos palos que traían, pero la lluvia
de flechas, las lanzas que volaban desde todas partes, los hicieron caer uno a
uno, hasta que la arena quedo roja y aquel cerro de madera que flotaba… comenzó
a alejarse de la costa.
Los cuerpos fueron cargados
al campamento como prueba de la existencia de esos demonios del mar. Los
extraños, venidos de la nada, habían muerto y sus cuerpos serían comidos. Así
murieron todos; todos menos uno, casi un niño, blanco como las nubes, el único
que fue tomado como prisionero: porque es la palabra de los más viejos que no se
mata a los viejos, ni a las mujeres, ni a los niños… (Fragmentos de Págs. 16 a
23)
Más de doscientos años les
llevó a los españoles poder asentarse en esta tierra. Doscientos increíbles años
llenos de luchas, leyendas de miedo y cuentos que hablaban de montaña de oro y
plata. Porque, en realidad de eso se trataba: buscar riquezas para la corona
Española y, de paso, ganarse la gloria, algunos lingotes y tener una vida llena
de aventuras.
Después de la muerte de
Solís, la voz corrió entre los marinos españoles: en la banda del norte del río
ancho como mar habían salvajes temibles. Pero un buen día llegó a nuestras
costas otra expedición. Fue entonces que, según documentos de la época, los
marineros vieron algo, allá en la costa: había un indio enorme que agitaba los
brazos y gritaba con voz de toro, haciéndoles señas.
Nunca se sabrá si fue por
orden del capitán Sebastián Gaboto o por pura curiosidad, lo cierto es que los
hombres decidieron ir a ver de cerca de aquel gigante. Avanzaron en un bote con
las armas prontas. Es que todos conocían la historia de Solís y no querían
terminar igual que él… no se sabe bien qué sucedió con el gigante, pero los
marinos lograron llegar a la costa y allí encontraron a otro indio, de estatura
común. La sorpresa fue muy grande cuando notaron que ese salvaje tenía la piel
blanca, y fue mucho mayor cuando el indio blanco ¡les habló en
castellano!
Es que ese “indio”… era en
realidad el propio Francisco del Puerto, el joven sobreviviente de la expedición
de Solís… Francisco les contó historia increíbles sobre las costumbres de esos
indígenas que le habían perdonado la vida y lo había criado como a un hijo.
Tanto se había convertido en indio Francisco, que por un tiempo sirvió de guía a
los expedicionarios que querían remontar el río Uruguay. Pero un día, no se sabe
por qué, decidió regresar con quienes lo habían educado como un guerrero y nunca
más se supo de él.
Algunos años después llegó
Hernando de Magallanes, el famoso explorador que se metió en el Río de la Plata
creyendo que había encontrado un canal que llegaba hasta el Pacífico. Según
creen alguno, su expedición, sin saberlo, le dio origen al nombre de nuestra
ciudad, ya que al ver el Cerro lo nombraron Monte Vidi. Ellos decidieron
construir un fuerte, pero lo abandonaron pronto ante los ataques de los
charrúas… Después llegó otro explorador, Juan Romero, con cientos de soldados.
Él estaba seguro de encontrar oro y plata, pero sólo descubrió un montón de
indios enojados que arrasaron con sus hombres y sus intentos de construir un
poblado.
Luego de eso, durante mucho
tiempo nadie se animó a pisar estas tierras. Es más, seguros ya de que no había
riquezas minerales ni nada, en los mapas la anotaban como “tierra sin ningún
provecho”.
Aunque, como te imaginarás,
siempre hay alguien que termina por ver lo que otros no ven. Así, un día, llegó
desde Asunción un español llamado Juan Ortiz de Zárate… Zárate, sus soldados y
también muchos guaraníes se enfrentaron a los charrúas y fundaron finalmente el
primer fuerte, al que llamaron San Salvador. Los combates eran cosa de casi
todos los días. Los indios atacaban por la noche y sus gritos terribles
resonaban en la oscuridad, junto con las explosiones de los mosquetes… En estos
combates los españoles alcanzaron sus primeras victorias y mataron a dos grandes
caciques charrúas, Zapicán y Abayubá. Así pudieron mantener el fuerte por un
tiempo.
Pero no sólo los españoles
buscaban riquezas. A nuestras costas llegaban también buques piratas ingleses,
con sus banderas de calavera… para el que quería llegar a nuestras tierras, nada
era fácil entonces: en el mar los piratas, en las costas los indios. Además el
clima era muy cambiante, con grandes tormentas, lluvias, vientos y
fríos…
Y finalmente alguien vio lo
que nadie había visto. Era verdad: no había ciudad de oro, ni montañas ni
palacios de plata. Había otra cosa, algo que sería el principio del tipo de país
que somos: oro verde… se trataba nada más ni nada menos que de pasto… ¿De que
manera se podía obtener riqueza cuando sólo había mucho pasto? Un señor llamado
Hernandarias decidió traer vacas.
Con toda esa rica pradera,
las vacas se multiplicaron, cambiando incluso las costumbres de los indios que
tuvieron más alimento al alcance de la mano. Las vacas de esos tiempos eran más
flacas, ágiles, tenían grandes cuernos y se defendían si se sentían en peligro.
Es seguro que más de una vez algún indio o español terminó herido a
cornadas.
Después de las vacas
llegaron también los misioneros que no tuvieron ninguna suerte con los charrúas,
pero terminaron haciéndose amigos de otros indios como los chanaes y, más al
norte, los guaraníes, entre otros.
Fue también en ese tiempo
que llegó otra clase de gente: bandidos que venían desde el lado de Brasil para
robar cueros. Al ver que estos forajidos también peleaban contra los españoles,
los charrúas terminaron por aliarse de vez en cuando con ellos… los ladrones se
escondían en las tolderías charrúas y allí más de uno terminó por enamorarse de
alguna mujer india. Al tiempo, comenzaron a nacer personas que eran mezclas de
muchas otras: los bandidos eran de origen portugués o españoles desertores; sus
hijos con las indias heredarían rasgos de distintas culturas. Al igual que los
bandidos y los charrúas, se convertían en personas que no gustaban del orden, ni
del estarse quieto, ni de obedecer a nadie; rebeldes que sabían cabalgar, lanzar
boleadoras y que podían ser feroces peleadores: se les llamó
gaucho.
En todo éste tiempo…,
cientos de españoles e indios dieron sus vidas. Unos por el oro que nunca
encontraron, otros por la tierra de la que siempre habían sido dueños, algunos
–con menos gloria- solo tratando de robar una vaca. Todos juntos, sin embargo,
hicieron algo que ni ellos sabían: dieron comienzo a una forma de ser, a una
idea que, con el tiempo, se convertiría en un país. (Fragmentos de Págs. 30 a
39)
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