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domingo, 22 de abril de 2012

EL PAIS DE LAS CERCANÌAS


“A la mañana, el cielo invernal estaba despejado y los hombres y las mujeres ya levantados se ocupaban de sus tareas. Los hombres estaban prontos para ir de cacería, las mujeres trabajaban los cueros, cuidaban el fuego, hacían la comida y vigilaban a los niños, mientras los viejos, sentados, juntos, hablaban de tiempos lejanos.
Bilu se levantó y se acercó a los otros niños. Escuchaba el canto de los pájaros y podía ver, alzándose con pereza, el pequeño cerro donde hacía muy poco había enterrado al padre de su padre. Recordaba la muerte del anciano y la cara seria de su hijo… también recordaba cómo su padre, para expresar su dolor, se había cortado la punta de los dedos, apretando los dientes, levantando la mano ensangrentada para que todos lo vieran. Bilu sabía que algún día él tendría que hacer lo mismo y que entonces tendría que demostrar la valentía de un guerrero.
Pero ahora, con la pradera extendida como una alfombra mansa, blanqueada por la helada, sólo pensaba en jugar con los otros niños. Abrigados con sus cueros, con ramas que imitaban lanzas de verdad o con boleadoras hechas con juncos y piedras, ellos salieron a recorrer la zona. Sabían que no debían alejarse, los mayores eran estrictos con eso. Podía haber peligros acechando de tras de las rocas: pumas o jaguares que, aunque solían asustarse ante la presencia de los indios…, eran bichos traicioneros. También estaban las víboras que podían matar de una sola mordida.
No, los niños no debían alejarse demasiado, pero si podían tratar de cazar mulitas o pájaros, espiar entre las malezas a los osos hormigueros o jugar a las pequeñas guerras en las que, imitando a sus padres, siempre vencían. Porque los niños del campamento creían lo que enseñaban los mayores: los charrúas siempre debían vencer y para eso tenían que ganarle al miedo.
Esa noche, cuando Bilu se resistía a dormir y el frío volvía a caer como un manto sobre las chozas… el cacique hablaba de atacar a una tribu cercana. Ya habían llegado algunos enviados de otros campamentos charrúas por lo que todo estaría pronto para el día siguiente: un gran ataque –rápido, mortal-, contra los guaraníes… Si todo estaba bien, los caciques se saludaban, hablaban brevemente y luego seguían su camino. Otras veces las cosas no eran así y había lucha entre los propios charrúas para conseguir alimentos, cueros, un mejor lugar donde acampar o robar mujeres… Pero esa noche se notaba que algo diferente sucedía. Había allí gente de otros campamentos y eso no era común. Los hombres hablaron más que de costumbre… esa noche su padre no durmió con ellos, ya que debía vigilar el campamento.
A la mañana siguiente Bilu despertó y salió de la choza: los hombres ya no estaban; la tarea de vigilar era ahora de los viejos. Las mujeres seguían con sus tareas. Bilu se acercó a su madre y la observó un rato, viendo como ablandaba un cuero golpeándolo con una piedra grande. Ella hablaba muy poco, al igual que todos los charrúas, pero esta vez tenía algo diferente en la cara… Quizá pensara en su hombre, allá, quién sabe donde, peleando a matar o morir. Quizá pensara que él no iba a volver (…)
Cuatro soles y cuatro lunas subieron y bajaron del cielo, hasta que una tarde, cuando los niños perseguían con palos una culebra por la loma, vieron a la distancia el grupo de guerreros que regresaba. Bilu reconoció a su padre y se sintió feliz. Pero otros guerreros a quienes conocía ya no estaban… detrás de los hombres, que traían pieles y otros objetos, venía un grupo de mujeres silenciosas, atadas, con la cabeza gacha, y a su costado, con cara de miedo, un grupo de niños.

(…) Así era la palabra de los más viejos: sólo se mataba a los otros guerreros, a los enemigos, a los que resistían, pero nunca a los viejos, mujeres o niños, esa era la ley que seguían desde el principio de los tiempos. Esa era la razón por la cuál seguían existiendo.
Bilu vio a un niño guaraní como de su misma edad…, al que llamaron Imau, porque tenía grandes orejas, se hicieron amigos y lograron comunicarse. Imau le contó una historia increíble, una historia que había escuchado a los hombres de su tribu durante una noche de fogata. Un prisionero de otro campamento guaraní les había contado que un día, hacía tiempo, cuando avanzaban por los cerros de arena frente al agua grande, habían visto una montaña en el horizonte. Esa montaña creció y creció, acercándose más y más, hasta que escondidos y llenos de pavor, pudieron ver a unos seres extraños y blancos, con pelo en la cara como los carpinchos. Ellos brillaban bajo el sol… entonces todos supieron que se trataba de algo desconocido, seres salidos del agua. Ni siquiera estaban seguros de qué eran aquellos extraños, si eran hombres igual que ellos o bestias. Así que esperaron en silencio y se prepararon… los hombres con pelo en la cara llegaron a las costas en pequeñas lanchas y cuando pusieron pié sobre la arena, cuando sus cuerpos brillaron otra vez con esa luz terrible, se levantó el ataque.
El combate fue feroz. Los hombres pálidos hacían sonar truenos con unos palos que traían, pero la lluvia de flechas, las lanzas que volaban desde todas partes, los hicieron caer uno a uno, hasta que la arena quedo roja y aquel cerro de madera que flotaba… comenzó a alejarse de la costa.
Los cuerpos fueron cargados al campamento como prueba de la existencia de esos demonios del mar. Los extraños, venidos de la nada, habían muerto y sus cuerpos serían comidos. Así murieron todos; todos menos uno, casi un niño, blanco como las nubes, el único que fue tomado como prisionero: porque es la palabra de los más viejos que no se mata a los viejos, ni a las mujeres, ni a los niños… (Fragmentos de Págs. 16 a 23)

Más de doscientos años les llevó a los españoles poder asentarse en esta tierra. Doscientos increíbles años llenos de luchas, leyendas de miedo y cuentos que hablaban de montaña de oro y plata. Porque, en realidad de eso se trataba: buscar riquezas para la corona Española y, de paso, ganarse la gloria, algunos lingotes y tener una vida llena de aventuras.
Después de la muerte de Solís, la voz corrió entre los marinos españoles: en la banda del norte del río ancho como mar habían salvajes temibles. Pero un buen día llegó a nuestras costas otra expedición. Fue entonces que, según documentos de la época, los marineros vieron algo, allá en la costa: había un indio enorme que agitaba los brazos y gritaba con voz de toro, haciéndoles señas.
Nunca se sabrá si fue por orden del capitán Sebastián Gaboto o por pura curiosidad, lo cierto es que los hombres decidieron ir a ver de cerca de aquel gigante. Avanzaron en un bote con las armas prontas. Es que todos conocían la historia de Solís y no querían terminar igual que él… no se sabe bien qué sucedió con el gigante, pero los marinos lograron llegar a la costa y allí encontraron a otro indio, de estatura común. La sorpresa fue muy grande cuando notaron que ese salvaje tenía la piel blanca, y fue mucho mayor cuando el indio blanco ¡les habló en castellano!
Es que ese “indio”… era en realidad el propio Francisco del Puerto, el joven sobreviviente de la expedición de Solís… Francisco les contó historia increíbles sobre las costumbres de esos indígenas que le habían perdonado la vida y lo había criado como a un hijo. Tanto se había convertido en indio Francisco, que por un tiempo sirvió de guía a los expedicionarios que querían remontar el río Uruguay. Pero un día, no se sabe por qué, decidió regresar con quienes lo habían educado como un guerrero y nunca más se supo de él.
Algunos años después llegó Hernando de Magallanes, el famoso explorador que se metió en el Río de la Plata creyendo que había encontrado un canal que llegaba hasta el Pacífico. Según creen alguno, su expedición, sin saberlo, le dio origen al nombre de nuestra ciudad, ya que al ver el Cerro lo nombraron Monte Vidi. Ellos decidieron construir un fuerte, pero lo abandonaron pronto ante los ataques de los charrúas… Después llegó otro explorador, Juan Romero, con cientos de soldados. Él estaba seguro de encontrar oro y plata, pero sólo descubrió un montón de indios enojados que arrasaron con sus hombres y sus intentos de construir un poblado.
Luego de eso, durante mucho tiempo nadie se animó a pisar estas tierras. Es más, seguros ya de que no había riquezas minerales ni nada, en los mapas la anotaban como “tierra sin ningún provecho”.
Aunque, como te imaginarás, siempre hay alguien que termina por ver lo que otros no ven. Así, un día, llegó desde Asunción un español llamado Juan Ortiz de Zárate… Zárate, sus soldados y también muchos guaraníes se enfrentaron a los charrúas y fundaron finalmente el primer fuerte, al que llamaron San Salvador. Los combates eran cosa de casi todos los días. Los indios atacaban por la noche y sus gritos terribles resonaban en la oscuridad, junto con las explosiones de los mosquetes… En estos combates los españoles alcanzaron sus primeras victorias y mataron a dos grandes caciques charrúas, Zapicán y Abayubá. Así pudieron mantener el fuerte por un tiempo.
Pero no sólo los españoles buscaban riquezas. A nuestras costas llegaban también buques piratas ingleses, con sus banderas de calavera… para el que quería llegar a nuestras tierras, nada era fácil entonces: en el mar los piratas, en las costas los indios. Además el clima era muy cambiante, con grandes tormentas, lluvias, vientos y fríos…
Y finalmente alguien vio lo que nadie había visto. Era verdad: no había ciudad de oro, ni montañas ni palacios de plata. Había otra cosa, algo que sería el principio del tipo de país que somos: oro verde… se trataba nada más ni nada menos que de pasto… ¿De que manera se podía obtener riqueza cuando sólo había mucho pasto? Un señor llamado Hernandarias decidió traer vacas.
Con toda esa rica pradera, las vacas se multiplicaron, cambiando incluso las costumbres de los indios que tuvieron más alimento al alcance de la mano. Las vacas de esos tiempos eran más flacas, ágiles, tenían grandes cuernos y se defendían si se sentían en peligro. Es seguro que más de una vez algún indio o español terminó herido a cornadas.
Después de las vacas llegaron también los misioneros que no tuvieron ninguna suerte con los charrúas, pero terminaron haciéndose amigos de otros indios como los chanaes y, más al norte, los guaraníes, entre otros.
Fue también en ese tiempo que llegó otra clase de gente: bandidos que venían desde el lado de Brasil para robar cueros. Al ver que estos forajidos también peleaban contra los españoles, los charrúas terminaron por aliarse de vez en cuando con ellos… los ladrones se escondían en las tolderías charrúas y allí más de uno terminó por enamorarse de alguna mujer india. Al tiempo, comenzaron a nacer personas que eran mezclas de muchas otras: los bandidos eran de origen portugués o españoles desertores; sus hijos con las indias heredarían rasgos de distintas culturas. Al igual que los bandidos y los charrúas, se convertían en personas que no gustaban del orden, ni del estarse quieto, ni de obedecer a nadie; rebeldes que sabían cabalgar, lanzar boleadoras y que podían ser feroces peleadores: se les llamó gaucho.

En todo éste tiempo…, cientos de españoles e indios dieron sus vidas. Unos por el oro que nunca encontraron, otros por la tierra de la que siempre habían sido dueños, algunos –con menos gloria- solo tratando de robar una vaca. Todos juntos, sin embargo, hicieron algo que ni ellos sabían: dieron comienzo a una forma de ser, a una idea que, con el tiempo, se convertiría en un país. (Fragmentos de Págs. 30 a 39)

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