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domingo, 28 de julio de 2013

canciones de Estramìn y Venegas



Morir en la capital

Pablo estramìn




La capital nos ofrece
Buen servicio de salud
Los mejores sanatorios
Y hasta el mejor ataúd
Los mejores edificios
La mejor educación
Y para vivir en cuotas
La mejor financiación
Si te tienen que operar
Morís en la capital
Cuando quieras estudiar
Morís en la capital
Cuando quieras progresar
Morís en la capital
La capital nos ofrece
Buenos libros al leer
Variedad en alimentos
A la hora de comer
Facultades, discotecas
Viaductos y además
Todo lo que está de moda
Para no quedarse atrás
Si te tienen que operar
Morís en la capital
Cuando quieras estudiar
Morís en la capital
Cuando quieras progresar
Morís en la capital
Dicen intelectualoides
Que hablan por televisión
Que a pasos agigantados
Se despuebla el interior
Y ruegan a los muchachos
No se vayan por favor
Pero para este problema
Solo hay una solución
Que te puedan operar
No solo en la capital
Y que puedas estudiar
No solo en la capital
Y que puedas progresar
No solo en la capital
Que te puedas operar
No solo en la capital
Y que puedas estudiar
No solo en la capital
Y que puedas progresar
No solo en la capital




 Consigna-trabaja con xo eanta las dos canciones y grabalas-


Limòn y sal de Julieta Venegas
Tengo que confesar que a veces, no me gusta tu forma de ser,
luego te me desapareces y no entioendo muy bien por qué?
No dices nada romántico cuando llega el atardecer,
te pones de un humor extraño con cada luna llena al mes.

Pero todo lo demás le gana lo bueno que me das,
solo tenerte cerca, siento que vuelvo a empezar.

Yo te quiero con limón y sal, yo te quiero tal
y como estas no hace falta cambiarte nada.
Yo te quiero si vienes o si vas, si subes
y bajas si no estas seguro de lo que sientes.

Tengo que confesarte ahora, nunca creí en la felicidad,
a veces algo se le parece pero es pura casualidad.

Luego me vengo a encontrar, con tus ojos me dan algo más,
solo tenerte cerca, siento que vuelvo a empezar.

Yo te quiero con limón y sal, yo te quiero tal
y como estas no hace falta cambiarte nada.
Yo te quiero si vienes o si vas, si subes
y bajas si no estas seguro de lo que sientes.(x2)

Solo tenerte cerca, siento que vuelvo a empezar


domingo, 21 de julio de 2013

biomas

http://www.ceibal.edu.uy/Articulos/Documents/crea-primaria/bernardette/objetivo.html
Reconocer los biomas predominantes en Uruguay y los recursos naturales que nos ofrecen.



PRADERAS
Cubren más del 85% de nuestro territorio. Predominan gramíneas, pastos, tréboles, chircas y otros arbustos. Entre la fauna se encuentran: venado de campo, ratón de campo, zorro, apereá, mulita, tatú, liebre, ñandúes, teros y pájaros
.HUMEDALESEn el Uruguay se encuentran en lagunas costeras, bañados y costas de arroyos de agua dulce o salada. Algunos humedales han sido declarados de interés mundial, como los Bañados del Este y la franja costera.
 
 

COSTAS

 
 Uruguay posee una gran extensión de costas acuáticas y oceánicas. El Río de la Plata y el océano Atlántico se extienden por más de 660 km. La costa presenta grandes extensiones de arenales, conformando incluso médanos. Hay también zonas rocosas.
Tiene gran variedad de aves, entre las que se destacan la Garza Blanca Chica, el Ostrero Común, la Gaviota Cocinera, la Gaviota Capucho Café, varias especies de chorlos y playeros, gaviotines, el Rayador y también algunos passeriformes como el Meneacola y el Sobrepuesto que llegan en otoño-invierno a nuestro país; también el Biguá Común, la Macá Grande, el Pingüino de Magallanes. En médanos más retirados de la costa se pueden encontrar la Caminera y la Lechucita Común.

MONTES
  Hay varios tipos:

  • Monte serrano (se ubican en las serranías del este y norte del país).
  • Monte de quebrada (se ubican en las quebradas, es decir depresión del relieve).
  • Monte fluvial (que se desarrolla a ambos lados de nuestros ríos y arroyos).

Se caracteriza por la presencia de diversos árboles y arbustos y de animales como aves, zorrillos, gato montés, apereá, comadreja, nutria, sapos, tortugas, lagartos, víboras, insectos, entre otros; y también depende de qué tipo de monte se trate.
 
 

la miel silvestre de horacio quiroga-5to y 6to año

consigna de trabajoanticipa la lectura con el titulo y las imàgenes

LA MIEL SILVESTRE



Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron
en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este
queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la
caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado
particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos
el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus
peligros como encanto.

Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les
buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con
gran asombro de sus hermanos menores--iniciados también en Julio
Verne--sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.

Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más
formal, a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las
escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal
extremo arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.

Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública,
sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su
temperamento fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico,
gordinflón y de cara uniformemente rosada, en razón de gran bienestar.
En consecuencia, lo suficientemente cuerdo para preferir un té con
leche y pastelitos a quién sabe qué fortuita e infernal comida del
bosque. Pero así como el soltero que fué siempre juicioso, cree de su
deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una
noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa
quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa.
Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos
strom-boot.

Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el
contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y
sucios contactos.

De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que
contener el desenfado de su ahijado.

--¿A dónde vas ahora?--le había preguntado sorprendido.

--Al monte; quiero recorrerlo un poco--repuso Benincasa, que acababa
de colgarse el winchester al hombro.

--¡Pero infeliz! no vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si
quieres... O mejor, deja esa arma y mañana te haré acompañar por
un peón.

Benincasa renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se
detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las
manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable
maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de
nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.

Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio
de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido,
Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.

Llegaron éstas a la segunda noche--aunque de un carácter singular.

Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino.

--¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo.

Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los
tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su
padrino y dos peones regaban el piso.

--¿Qué hay, qué hay?--preguntó, echándose al suelo.

--Nada... cuidado con los pies; la corrección.

Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que
llamamos _corrección_. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan
velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras.
Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos,
alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay
animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada
en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente,
pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río
devorador. Los perros aullan, los bueyes mugen, y es forzoso
abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el
esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su
riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van.

No resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el
obraje abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la
corrección.

Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la
mordedura.

--Pican muy fuerte, realmente--dijo sorprendido, levantando la cabeza
a su padrino.

Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no
respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la
invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la
noche por pesadillas tropicales.

Al día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había
concluído por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho
más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su
acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas,
azotarse la cara y cortarse las botas, todo en uno.

El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la
impresión--exacta por lo demás--de un escenario visto de día. De la
bullente vida tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal,
ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo
zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco,
diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con
cautela, y vió en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras,
del tamaño de un huevo.

--Esto es miel--se dijo el contador público con íntima gula.--Deben de
ser bolitas de cera, llenas de miel...

Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después
de un momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena
humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba
cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran
en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y
oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya
liviana, se clarificó en milífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos
animalitos!

En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y
alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las
abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían
polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de
sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía
distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a
resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa
miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué perfume, en cambio!

Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían
útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal
goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que
agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la
boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en
pesado hilo hasta la lengua del contador.

Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de
Benincasa. Fué inútil que prolongara la suspensión y mucho más que
repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.

Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había
mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos,
Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el
suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el
vaivén del paisaje.

--Qué curioso mareo...--pensó el contador--y lo peor es...

Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer
de nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las
piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las
manos le hormigueaban.

--¡Es muy raro, muy raro, muy raro!--se repitió estúpidamente
Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.--Como
si tuviera hormigas... la corrección--concluyó.

Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.

--¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!

Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de
terror; no había podido ni aún moverse. Ahora la sensación de plomo y
el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de
morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le
cohibió todo medio de defensa.

--¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡Ya no
puedo mover la mano!...

En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de
garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su
angustia cambió de forma.

--¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...

Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él,
dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba.
Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba
vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la
corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia, la
posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...

Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto
lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra
la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado
río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora
oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el
río de hormigas carnívoras que subían.

* * * * *

Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de
carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que
merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron
suficientemente.

No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o
paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan
en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los
casos su condición--tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir
Benincasa.




4to año- El agutí y el ciervo Horacio Quiroga




Consigna. trabaja 1ero con la biografia del autor.
 http://es.wikipedia.org/wiki/Horacio_Quiroga envio un enlace
luego anticipa el tema de la lectura con el tìtulo y las imàgenes.
Finalmente leemos




 El agutí y el ciervo
Horacio Quiroga






El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.
Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no cazaba.
Una madrugada de verano, fui arrancado del estudio de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.
Durante largo rato, logré contenerme. Al fin, no pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.
En un instante, estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.
Durante una hora, busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía con violencia. Al fin, distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete dentro del árbol.
Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como los cazadores.
Pasaron dos meses. En esa época, nos regalaron un ciervito que apenas contaría siete días de edad. Mi hija, aún niña, lo criaba con mamadera. En breve tiempo, el ciervito aprendió a conocer las horas de su comida y surgía entonces del fondo de los bambúes a lamer el borde del delantal de mi chica, mientras gemía con honda y penetrante dulzura. Era el mimado de casa y de todos nosotros. Nadie, en verdad, lo ha merecido como él.
Tiempo después, regresamos a Buenos Aires y trajimos al ciervito con nosotros. Lo llamábamos Dick. Al llegar al chalet que tomamos en Vicente López, resbaló en el piso de mosaico, con tan poca suerte que horas después rengueaba aún.
Muy abatido, fue a echarse entre el macizo de cañas de la quinta, que debían recordarle vivamente sus selvosos bambúes de Misiones. Lo dejamos allí tranquilo, pues el tejido de alambre alrededor de la quinta garantía su permanencia en casa. Ese atardecer llovió, como había llovido persistentemente los días anteriores y, cuando de noche regresé del centro, me dijeron en casa que el ciervito no estaba más.
La sirvienta contó que, al caer la noche, creyeron sentir chillidos afuera. Inquietos, mis chicos habían recorrido la quinta con la linterna eléctrica, sin hallar a Dick.
Nadie durmió en casa tranquilo esa noche. A la mañana siguiente, muy temprano, seguía en la quinta el rastro de las pisadas del ciervito, que me llevaron hasta el portón. Allí comprendí por dónde había escapado Dick, pues las puertas de hierro ajustaban mal en su parte inferior. Afuera, en la vereda de tierra, las huellas de sus uñas persistían durante un trecho, para perderse luego en el barro de la calle, trilladísimo por el paso de las vacas.
La mañana era muy fría y lloviznaba. Hallé al lechero de casa, quien no había visto a Dick. Fui hasta el almacén, con igual resultado. Miré, entonces, a todos lados en la mañana desierta: nadie a quien pedir informes de nuestro ciervito.
Buscando a la ventura, lo hallé, por fin, tendido contra el alambrado de un terreno baldío. Pero estaba muerto de dos balazos en la cabeza.
Es menester haber criado algo con extrema solicitud -hijo, animal o planta- para apreciar el dolor de ver concluir en el barro de un callejón de pueblo a una dulce criatura de monte, toda vida y esperanza. Había sido muerta de dos tiros en la cabeza. Y para hacer esto se necesita...
Bruscamente me acordé de la interminable serie de dulces seres a quienes yo había quitado la vida. Y recordé al agutí de tres meses atrás, tan inocente como nuestro ciervito. Recordé mis cacerías de muchacho; me vi retratado en el chico de la vecindad, que la noche anterior, a pesar de sus balidos, y ebrio de caza, le había apoyado por dos veces en la frente su pistola matagatos.
Ese chico, como yo a su edad, también tenía el corazón de oro...
¡Ah! ¡Es cosa fácil quitar cachorros a sus madres! ¡Nada cuesta cortar bruscamente su paz sin desconfianza, su tranquilo latir! Y cuando un chico animoso mata en la noche a un ciervito, duele el corazón horriblemente, porque el ciervito es nuestro...
Mientras lo retornaba en brazos a casa, aprecié por primera vez en toda su hondura lo que es apropiarse de una existencia. Y comprendí el valor de una vida ajena, cuando lloré su pérdida en el corazón.